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Nicolás Maquiaveloelmayorportaldegerencia.com/Libros/Personal/Filosofia/[PD...NICOLÁS MAQUIAVELO...

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El príncipe Nicolás Maquiavelo Obra reproducida sin responsabilidad editorial
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El príncipe

Nicolás Maquiavelo

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NICOLÁS MAQUIAVELO AL MAG-NIFICO LORENZO DE MÉDECIS

Los que desean congraciarse con un príncipe sue-len presentd sele con aquello que reputan por másprecioso entre lo que poseen, o con lo que juzganmás ha de agradarle; de ahí que se vea que muchasveces le son regalados caballos, armas, telas de oro,pledras preciosas y parecidos adornos dignos de sugrandeza. Deseando, pues, presentarme ante Vues-tra Magnificencia con alglún testimonio de mi so-metimiento, no he encontrado entre lo poco que po-seo nada que me sea más caro o que tanto estimecomo el conocimiento de las acciones de los hombres,adquirido gracias a una larga experiencia de lascosas modernas y a un incesante estudio de las anti-guas.¹ Acciones que luego de examinar y meditardurante mucho tiempo y con gran seriedad, he ence-rrado en un corto volumen, que os dirijo.

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Y aunque juzgo esta obra indigna de VuestraMagnificencia, no por eso confío menos en que sa-bréis aceptarla, considerando que no puedo hacerosmejor regalo que poneros en condición de poder en-tender, en brevísimo tiempo, todo cuanto he apren-dido en muchos años y a costa de tantos sinsabores ypeligros. No he adornado ni hinchado esta obra concláusulas interminables, ni con palabras ampulosasy magníficas, ni con cualesquier atractivos o ador-nos extrinsecos, cual muchos suelen hacer con suscosas; ² porque he querido, o que nada la honre, o quesó1o la variedad de la materia y la gra- vedad deltema la hagan grata. No quicro que se mire comopresuncióne el que un hombre de humilde cuna seatreva a examinar y criticar el gobierno de los prín-cipes. Porque asi como aquellos que dibujan un pai-saje se colocan en el llano para apreciar mejor losmoties y los lugares altos, y para apreciar mejor elllano escalan los montes,³ así para conocer bien lanaturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, ypara conocer la de los príncipes hay que pertenecer alpueblo.

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Acoja, pues, Vuestra Magnificencia este modes-to obsequio con el mismo ánimo con que yo lo hago;si lo lee y medita con atención, descubrirá en él unvivísimo deseo mío: el de que Vuestra Magnificenciallegue a la grandeza que el destino y sus virtudes leauguran. Y si Vuestra Magnificencia, desde la cús-pide de su altura, vuelve alguna vez la vista haciaeste llano, comprenderá cuán inmerecidamente so-porto una grande y constante malignidad de la suer-te.

1 Las dos escuelas de los grandes hornbres.(Cristina de Suecia.)

2 Como Tácito y Gibbon (G).

3 Con esto empecé y con ello conviene em-pezar. Se conoce mucho mejor el fondo de losvalles cuando se está en la cumbre de la mon-taña (RC).

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EL PRÍNCIPE

Capitulo I

DE LAS DISTINTAS CLASES DEPRINCIPADOS Y DE LA FORMA ENQUE SE ADQUIEREN

Todos los Estados, todas las dominacionesque han ejercido y ejereen soberanía sobre loshombres, han sido y son repúblicas o principa-dos. Los principados son, o hereditarios, cuan-do una misma farmilia ha reinado en ellos largotiempo, o nuevos. Los nuevos, o lo son del to-do, como lo fue Milán bajo Francisco Sforza, oson como rniembros agregados al Estado here-ditario del príncipe que los adquiere, como es elreino de Nápoles para cl rey de España. Losdominios así adquiridos están acostumbrados avivir bajo un príncipe o a ser libres; y se ad-quieren por las armas propias o por las ajenas,por la suerte o por la virtud.

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Capitulo IIDE LOS PRINCIPADOS HEREDETA-

RIOS Dejaré a un lado el discutir sobre las repú-

blicas porque ya en otra ocasión lo he hechoextensamente. Me dedicaré solo a los principa-dos, para ir tejiendo la urdimbre de mis opi-niones y establecer cómo pueden gobernarse yconservarse tales principados.

En primer lugar, me parece que es más fácilconserver un Estado hereditario, acostumbradoa una dinastía, que uno nuevo, ya que basta conno alterar el orden establecido por los príncipesanteriores, y contemporizar después con loscambios que puedan producirse. De tal modoque, si el príncipe es de mediana inteligencia, semantendrá siempre en su Estado, a menos queuna fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunqueasi sucediese, sólo, tendría que esperar; para

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reconquistarlo, a que el usurpador stifriera. elprimer tropiezo.

Tenemos en Italia, por ejemplo, al duque deFerrara, que no resistió los asaltos de los vene-cianos en el 84 (1484) ni los del papa Julio en el10 (1510), por motivos distintos de la antigüe-dad de su soberanía en el dominio. Porque elpríncipe natural tiene menos razones y menornecesidad de ofender: de donde es lógico quesea más amado; y a menos que vicios excesivosle atraigan el odio, es razonable que le quierancon naturalidad los suyos. Y en la antigüedad ycontinuidad de la dinastía se borran los recuer-dos y los motivos que la trajeron, pues un ca-mibio deja siempre la piedra angular para laedificación de otro.

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Capitulo IIIDE LOS PRINCIPADOS MIXTOSPero las dificultades existen en los princi-

pados nuevas. Y si no es nuevo del todo, sinocomo miembro agregado a un conjunto ante-rior, que puede llamarse así mixto, sus incerti-dumbres nacen en primer lugar de una naturaldificultad que se eneuentra en todos los princi-pados nuevos. Dificultad que estriba en que loshombres cambian con gusto de Señor, creyendomejorar; y esta creencia los impulsa a tornar lasarmas contra él; en lo cual se engañan, puesluego la experiencia les enseña que han empeo-rado. Esto resulta de otra necesidad natural ycomún que hace que el príncipe se vea obligadoa ofender a sus nuevos súbditos, con tropas ocon mil vejaciones que el acto de la conquistalleva consigo. De modo que tienes por enemi-gos a todos los que has ofendido al ocupar elprincipado, y no puedes. conserver como ami-gos a los que te han ayudado a conquis- tarlo,porque no puedes satisfacerlos como ellos es-

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peraban, y puesto que les estás obligado, tam-poco puedes emplear medicines fuertes contraellos; porque siempre, aunque se descanse enejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de lacolaberación de los “provincianos” para entraren una provincia. Por estas razones, Luis XII,rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, yrapidamente lo perdió; y bastaron la primeravez para arrebatárselo las mismas fuerzas deLudovico Sforza; porque los pueblos que lehabían abierto las puertas, al verce defraudadosen las esperanzas que sobre el bien futurohabian abrigado, no podían soportar con resig-nación las imposiciones del nuevo príncipe.

Bien es cierto que los territorios rebeladosse pierden con más dificultad cuando se con-quistan por segunda vez, porque el señor,aprovechándose de la rebelión, vacila me- nosen asegurar su poder castigando a los delin-cuentes, vigilando a los sospechosos y refor-zando las partes más débiles. De modo que, sipara hacer perder Milán a Francia bastó la pri-

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mera vez un duque Ludovico que hiciese unpoco de ruido en las fronteras, para hacérceloperder la segunda se necesitó que todo elmundo se concertase en su contra, y que susejérecitos fuesen aniquilados y arrojados deItalia, to cual se explica por las razones antedi-chas.

Desde luego, Francia perdió a Milán tantola primera conmo la segunda vez. Las razonesgenerales de la primera ya han sido diseurri-das; quedan ahora las de la segunda, y queda elver los medios de que disponia o de que hubie-se podido disponer alguien que se encontraraen cl lugar de Luis XII para conservar la con-quista mejor que él.

Estos Estados, que al adquirirse se agregana uno más antiguo, o son de la misma provinciay de la misma lengua, o no to son. Cuando toson, es muy fácil conservarlos, sobre todocuando no están acostumbrados a vivir libres, ypara afianzarse en cl poder, basta con haber

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borrado la linea del príncipe que los gobernaba,porque, por lo demás, y siempre que se respe-ten sus costumbres y las ventaias de que goza-ban, los hombres permanceen sosegados, comose ha visto en cl caso de Borgoñla, Bretaña,Gascuña y Normandía, que están sujetas aFrancia desde hace tanto tiempo; y aun cuandohay alguna diferencia de idioma, sus costum-bres son parecidas y pueden convivir en buenaarmonía. Y quien los adquiera, si desea conser-varlos, debe tener dos cuidados: primero, quela descendencia del anterior príncipe desapa-rezca; después, que ni sus leyes ni sus tributossean alterados. Y se verá que en brevisimotiempo el principal adquirido pasa a constituirun solo y mismo cuerpo con el principado con-quistador.

Pero cuando se adquieren Estados en unaprovincia con idioma, costumbres y organiza-ción diferentes, surgen entonces las dificultadesy se hace precisa mucha suerte y mucha habili-dad para conservarlos; y uno de los Señores y

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más eficaces remedios sería que la persona quelos adquiera fuese a vivir en ellos.

Esto haría más segura y más duradera laposesión. Como ha heeho cl Turco con Grecia;ya que, a despecho de todas las disposicionestomadas para conserver aquel Estado, nohabría conseguido retenerlo si no hubiese ido aestablecerse allí. Porque, de esta manera, se vennacer los desórdenes y se los puede reprimircon prontitud; pero, residiendo en otra parte, seentera uno cuando ya son grandes y no tienenremedio. Además, los representantes del prín-cipe no pueden saquear la provincia, y los súb-ditos están mis satisfechos porque pueden re-currir a él fácilmente y tienen más oportunida-des para amarlo, si quieren ser buenos, y paratemerlo, si quieren proceder de otra manera.Los extranjeros que desearan apoderarse delEstado tendrían mis respeto; de modo que,habitando en él, solo con muchísima dificultadpodrá perderlo.

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Otro buen remedio es mandar colonias auno o dos lugares que sean come llaves deaquel Estado; porque es precise hacer esto omantener numerosas tropas. En las colo- niasno se gasta mucho, y con esos pocos gastos selas gobierna y conserva, y sólo se perjudica aaquellos a quienes se arrebatan los campos y lascasas para darlos a los nuevos habitantes, queforman una mínima parte de aquel Estado. Ycome los damnificados son pobres y andandispersos, jamás pueden significar peligro; y encuanto a los demás, como por una parte no tie-nen motivos para considerarse perjudicados, ypor la otra temen incurrir en falta y exponerse aque les suceda lo que a los despojados, se que-dan tranquilos. Concluyo que las colonias nocuestan, que son mis fieles y entrañan menospeligro; y que los damnificados no pueden cau-sar molestias, porque son pobres y están aisla-dos, come ya he dicho.

Ha de notarse, pues, que a los hombres hayque conquistarlos o elirninarlos, porque si se

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vengan de las ofensas leves, de las graves nopueden; así que la ofensa que se ha- ga al hom-bre debe ser tal, que le resulte imposible ven-garse.

Si en vez de las colonias se emplea la ocu-paci6n militar, el gasto es mucho mayor, por-que el mantenimiento de la guardia absorbe lasrentas del Estado y la adquisición se convierteen pérdida, y, además, se perjudica e incomodaa todos con el frecuente cambio del alojamientode las tropas. Incomodidad y perjuicio que to-dos sufren, y por los cuales todos se vuelvenenemigos; y son enemigos que deben temerse,aun cuando permanezcan encerrados en suscasas. La ocupación militar es, pues, desdecualquier punto de vista, tan inúitil como útilesson las colonias.

El príncipe que anexe una provincia de cos-tumbres, lengua y organización distintas a lasde la suya, debe también convertirse en paladíny defensor de los vecinos menos po- derosos,

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ingeniarse para debilitar a los de mayor pode-río y cuidarse de que, bajo ningún pretexto,entre en su Estado un extranjero tan poderosocomo él. Porque siempre su- cede que el reciénllegado se pone de parte de aquellos que, porambición o por miedo, están descontentos de sugobierno, como ya se vio cuando los etoliosllamaron a los romanos a Grecia: los invasoresentraron en las demás provincias llamados porsus propios habitantes. Lo que ocurre común-mente es que, no bien un extranjero poderosoentra en una provincia, se le adhiren todos losque sienten envidia del que es más fuerte entreellos, de modo que el extranjero no necesitagran fatiga para ganarlos a su causa, ya que enseguida y de buena gana forman un bloque conel Estado invasor. Sólo tiene que preocuparsede que después sus aliados no adquieran de-masiada fuerza y autori- dad, cosa que puedehacer fácilmente con sus tropas, que abatirán alos poderosos y lo dejarán árbitro único de laprovincia. El que, en lo que a esta parte so refie-

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re, no gobierne bien perderá muy pronto lo quehubiere conquistado, y aun cuando lo conserve,tropezará con infinitas dificultades y obstácu-los.

Los romanos, en las provinces do las cualesse hicieron dueños, observaron perfectamenteestas reglas. Establecieron colonias, respetarona los menos poderosos sin aumentar su poder,avasallaron a los poderosos y no permitieronadquirir influencia on el país a los extranjerospoderosos. Y quiero que me baste lo sucedidoen la provincia do Grecia como ejemplo. Fue-ron respetados acayos y etolios, fue sometido elreino de los macedonios, fue expulsado Antío-co, y nunea los méritos que hicieron acayos oetolios los llevaron a permitirles expansión al-guna, ni las palabras do Filipo los indujeron atenerlo como amigo sin someterlo, ni el poderdo Antíoco pudo hacer que consintiesen endarle ningún Estado en la provincia. Los roma-nos hicieron en estos casos lo que todo príncipeprudente debe hacer, lo cual no consiste sim-

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plemente en preocuparse de los desórdenespresentes, sino también de los futuros, y deevitar los primeros a cualquier precio. Porqueprevinidndolos a tiempo so pueden remediarcon facilidad; pero si se espera que progresen,la medicina llega a doshora, pues la enferme-dad se ha vuelto incurable. Sucede lo que losmédicos dicen del tisico: que al principio sumal es dificil do conocer, pero fácil de curar,mientras que, con el transcurso del tiempo, alno haber sido conocido ni atajado, se vuelveficil de conocer, pero dificil do curar. Asi pasaen las cosas del Estado: los males que nacen onél, cuando se los descubre a tiempo, lo que sóloes dado al hombre sagaz, se los cura pronto;pero ya no tienen remedio cuando, por nohaberlos advertido, se los deja crecer hasta elpunto de que todo el mundo los ve.

Pero como los romanos vieron con tiempolos inconvenientes, los remediaron siempre, yjamás les dejaron seguir su curso por evitar unaguerra, porque sabian que una guerra no se

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evita, sino que se difiere para provecho ajeno.La declaración, pues, a Filipo y a Antioco enGrecia, para no verse obligados a sostenerla enItalia; y aunque entonces podían evitaria tantoen una como en otra parte, no lo quisieron.Nunca fueron partidarios de ese consejo, queestá en boca de todos los sabics de nuestra epo-ca: hay que esperarlo todo del tiempo”; prefi-rieron confiar en su prudencia y en su valor, noignorando que el tiempo puede traer cualquiercosa consigo, y que puede engendrar tanto elbien como el mal, y tanto el mal como el bien.

Pero volvamos a Francia y examinemos sise ha hecho algo de lo dicho. Hablaré, no deCarlos, sino de Luis, es decir, de aquel que, porhaber dominado más tiempo en Ita- lia, nos hapermitido apreciar major su conducta. Y se verácómo ha hecho to contrario de lo que debehacerse para conserver un Estado de distintanacionalidad.

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El rey Luis fue llevado a Italia por la ambi-ción de los venecianos, que querían, gracias asu intervención, conquistar la mitad de Lom-bardía. Yo no pretendo censurar la decisióntomada por el rey, porque si tenia cl propósitode empezar a introducirse en Italia, y carecía deamigos, y todas las puertas se le cerraban acausa de los desmanes del rey Carlos, no podíamenos que aceptar las amistades que se le ofre-cían. Y habría triunfado en su designio si nohubiese cometido error alguno en sus medidasposteriores. Conquistada, pues, la Lombardía,el rey pronto recobró para Francia la reputaciónque Carlos le babía hecho perder. Génova ce-dió; los florentinos le brindaron su amistad; elmarqués de Mantua, cl duque de Ferrara, losBentivoglio, la señora de Furli, los señores deFaenza de Pésaro, de Rímini, de Camerino y dePiombino, los luqueses, los paisanos y los sie-neses, todos trataron de convertirse en sus ami-gos. Y entonces pudieron comprender los vene-cianes la temeridad de su ocurrencia: para apo-

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derarse de dos ciudades de Lombardía, hicie-ron al rey dueño de las dos terceras partes deItalia.

Considérese ahora con qué facilidad el reypodia conserver su influencia en Italia, con talde haber observado las reglas enunciadas ydefendido a sus amigos, que, por ser numero-sos y débiles, y temer unos a los venecianos yotros a la Iglesia, estaban siempre necesitadosde su apoyo; y por medio de ellos contener sindificultad a los pocos enemigos grandes quequedaban. Pero pronto obró al revés en Milán,al ayudar al papa Alejandro para que ocupasela Romaña. No advirtió de que con esta medidaperdía a sus amigos y a los que se habían pues-to bajo su protección, y al par que debilitabasus propias fuerzas, engrandecía a la Iglesia,añadiendo tanto poder temporal al espiritual,que ya bastante autoridad le daba. Y cometidoun primer error, hubo que seguir por el mismocamino; y para pener fin a la ambición de Ale-jandro e impedir que se convir- tiese en señor

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de Toscana, se vio obligado a volver a Italia. Nole bastó haber engrandecido a la Iglesia y per-dido a sus amigos, sino que, para gozar tran-quilo del reino de Nápoles, lo compartió con clrey de España; y donde éi era antes árbitro úni-co, puso un compañero para que los ambiciososy descontentos de la provincia tuviesen a quienrecurrir; y donde podía haber dejado a un reytributario, llamó a alguien que podia echarlo aél.

El ansia de conquista es, sin duda, un sen-timiento muy natural y común, y siempre quelo hagan los que pueden, antes serán alabadosque censurados; pero cuando intentan hacerlo atoda costa los que no pueden, la censura es líci-ta. Si Francia podía, pues, con sus fuerzas apo-derarse de Nápoles, debía hacerlo., y si no po-día, no debía dividirlo. Si el reparto que hizo deLombardía con los venecianos era excusableporque le permitió entrar en Italia, lo otro, queno estaba justificado por ninguna necesidad, esreprobable.

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Luis cometió, pues, cinco faltas: aniquiló alos débiles, aumentó el poder de un poderosode Italia, introdujo en ella a un extranjero máspoderoso aún, no se estableció en et territorioconquistado y no fundó colonias. Y, sin embar-go, estas faltas, por lo menos en vida de él po-dían no haber traído consecuencias desastrosassi no hubiese co- rnetido la sexta, la de despojarde su Estado a los venecianos. Porque, en vezde hacer fuerte a la lgiesia y de poner a Españaen Italia, era muy razonable y hasta necesarioque las sometiese; pero cometido el error, nun-ca debió consentir en la ruina de los venecia-nos, pues poderosos como eran, habrían man-tenido a los otros siempre distantes de todaacción contra Lombardía, ya porque no lohubiesen permitido sino para ser ellos mismoslos dueños, ya porque los otros no hubiesenquerido arrebatársela a Francia para dársela alos venecianos, y para atacar a ambos a la vezles hubiera faltado audacia. Y si alguien dijeseque el rey Luis cedió la Romaña a Alejandro

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Nápoles a España para evitar la guerra, contes-taría con las razones arriba enunciadas: quepara evitar una guerra nunca se debe dejar queun desorden siga su curso, porque no se la evi-ta, sino se la posterga en perjuicio propio. Y siotros alegasen que el rey habia prometido alpapa ejecutar la empresa en su favor para obte-ner la disolución de su matrimonio y el capelode Ruán, respondería con lo que más adelantese dirá acerca de la fe de los príncipes y delmodo de observarla.

El rey Luis ha perdido, pues, la Lombardíapor no haber seguido ninguna de las normasque siguieron los que conquistaron provinciasy quisieron conservarlas. No se trata de milagroalguno, sino do un hecho muy natural y lógico.Así se lo dije en Nantes cl cardenal de Ruánmientras que “el Valentino” como era llamadopor el pueblo César Borgia, hijo del papa Ale-jandro, ocupaba la Romaña. Como me dijera elcardenal de Ruán que los italianos no entendí-an nada do las cosas de la guerra, yo tuve que

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contestarle que los franceses entendían menosde las que se refieren al Estado, porque de locontrario no hubiesen dejado que la lgiesia ad-quiriese tanta influencia. Y ya se ha visto cómo,después de haber contribuido a crear la gran-deza de la Iglesia y de España en Italia, Franciafue arruinada por ellas. De lo cual se infiere unaregla general que rara vez o nunca falla: que elque ayuda a otro a hacerse poderoso causa supropia ruina. Porque es natural que el que se havuelto poderoso recele de la misma astucia o dela misma fuerza gracias a las cuales se lo haayudado.

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Capitulo IVPOR QUÉ EL REINO DE DARÍO,

OCUPADO POR ALEJANDRO, NO SESUBLEVÓ CONTRA LOS SUCESORESDE ÉSTE DESPUES DE SU MUERTE

Consideradas las dificultades que encierrael conserver un Estado recientemente adquiri-do, alguien podría preguntarse con asombro aqué se debe que, hecho Alejandro Magno due-ño do Asia en pocos años, y muerto apenasocupada, sus sucesores, en circunstancias enque hubiese sido muy natural que el Estado serebelase, lo retuvieron on sus manos, sin otrosobstáculos que los que por ambición surgieronentre ellos. Contesto que todos los principadosde que se guarda memoria han sido goberna-dos de dos modes distintos: o por un príncipeque elige de entre sus siervos, que lo son todos,los ministros que lo ayudarán a gobernar, o perun principe asistido por nobles que, no a la

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gracia del señrr, sino a la antigüedad de su lina-je, deben la posición que ocupan. Estos noblestienen Estados y súbditos propios, que los re-conocen per señores y les tienen natural afec-ción. Mientras que, en los Estados gobernadospor un príncipe asistido por siervos, el príncipegoza de mayor autoridad: porque en toda laprovincia no se reconoce soberano sine a él, y sise obedece a otro, a quien además no se tienenparticular amor, sólo se lo hace per tratarse deun ministro y magistrado del principe.

Los ejemplos de estas dos clases de gobier-no se hallan hoy en el Gran Turco y en el rey deFrancia. Toda Turquía esta gobernada per unsolo señor, del cual los demás habitantes sonsiervos; un señor que divide su reino en sanja-cados, nombra sus administradores y los cam-bia y reemplaza a su antojo. En cambio, el reyde Francia está rodeado por una multitud deantiguos nobles que tienen sus prerrogativas,que son reco- nocidos y amados por sus súbdi-tos y que son dueñlos de un Estado que el rey

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no puede arrebatarles sin exponerse. Así, si seexamina uno y otro gobierno, se verá que hay,en efecto, dificultad para conquistar el Estadodel Turco, pero que, una vez conquistado, esmuy fácil conservarlo. Las razones de la dificul-tad para apoderarse del reino del Turco residenen que no se puede esperar ser llamado por losprincipes del Estado, ni confiar en que su rebe-lión facilitará la empresa. Porque, siendo escla-vos y deudores del principe, no es nada ficilsobornarlos., y aunque se lo consiguiese, depoca utilidad sería, ya que, por las razonesenumeradas, los traidores no podrían arrastrarconsigo al pueblo. De donde quien piense enatacar al Turco reflexione antes en que hallaráel Estado unido, y confíe mas en sus propiasfuerzas que en las intrigas ajenas. Pero una vezvencido y derrotado en campo abierto de ma-nera que no pueda rehacer sus ejércitos, ya nohay que tomer sino a la familia del príncipe; yextinguida ésta, no queda nadie que signifiquepeligro, pues nadie goza de crédito on el pue-

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blo; y como antes de la victoria el vencedor nopodía esperar nada do los ministros del prínci-pe, nada debe temer después do ella.

Lo contrario sucede on los reinos organiza-dos como el de Francia, donde, si to atraes aalgunos de los nobles, que siempre existen des-contentos y amigos do las mudanzas, fácil teserá entrar. Estos, por las razones ya dichas,pueden abrirte cl camino y facilitarte la con-quista; pero si quires mantenerla, tropezarásdespués con infinitas dificultades y tendrás queluchar contra los que te han ayudado y contralos que has oprimido. No bastará que extermi-nes la raza del príncipe: quedarán los nobles,que se harán cabe- cillas do los nuevos movi-mientos, y como no podrás conformarlos nimatarlos a todos, perderás el Estado en la pri-mera oportunidad que se les presente

Ahora, si se medita sobre la naturaleza delgobierno do Darío s advertirá que se parecíamucho al del Turco. Por eso fue preciso que

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Alejandro fuera a su encuentro y le derribaraen campada. Después de la victoria, y muertoDarío, Alejandro quedó dueño tranquilo delEstado, por las razones discurridas. Y si lossucesores hubiesen perma- necido unidos,habrían podido gozar en paz de la conquista,porque no hubo on el reino otros tumultos quelos que ellos mismos suscitaron. Pero es impos-sible gozar con tanta seguridad do un Estadoorganizado como el de Francia. Por ejernplo,los numerosos principados que había on Espa-ña, Italia y Grecia explican las frecuentes re-vueltas contra los romanos; y mientras perduróel recuerdo de su existencia, los romanos nuncaestuvieron seguros de su conquista; pero unavez el recuerdo borrado, se convirtieron, gra-cias a la duración y al poder de su Imperio, ensus seguros dominadores. Y así después pudie-ron, peleándose entre sí, sacar la parte que lesfue posible en aquellas provincias, de acuerdocon la autoridad que tenían en ellas; porque,habiéndose extinguido la familia de sus anti-

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guos señores, no se reconocían otros dueñosque los ro- manos. Considerando, pues, estascosas, no se asombrará nadie de la facilidad conque Alejandro conservó el Imperio de Asia, yde la dificultad con que los otros conservaronlo adquirido, como Pirro y muchos otros. Loque no depende de la poca o mucha virtud delconquistador, sino de la naturaleza de lo con-quistado.

Capitulo VDE QUÉ MODO HAY QUE GOBER-

NAR LAS CIUDADES O PRINCIPADOSQUE, ANTES DE SER OCUPADOS, SEREGÍAN POR SUS PROPIAS LEYES

Hay tres modos de conservar un Estadoque, antes de ser adquirido, estaba acostum-brado a regirse por sus propias leyes y a viviren libertad: primero, destruirlo., después, radi-carse en él; por último, dejarlo regir por susleyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer

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un gobierno compuesto por un corto númerode personas, para que se encargue de velar porla conquista. Como ese gobierno sabe que nadapuede sin la amistad y poder del principe, noha de reparar en medios para conservarle elEstado. Porque nada hay mejor para conserver-si se la quiere conservar- una ciudad acostum-bra- da a vivir libre que hacerla gobernar porsus mismos ciudadanos.

Ahí están los espartanos y romanos cornoejemplo de ello. Los espartanos ocuparon aAtenas y Tebas, dejaron en ambas ciudades ungobierno oligárquico, y, sin embargo, las perdi-cron. Los romanos, para conserver a Capua,Cartago y Numancia, las arrasaron, y no lasperdieron. Quisieron conserver a Grecia comolo habian hecho los espartanos, dejandole susleyes y su libertad, y no tuvicron éxito: de mo-do que se vieron obligados a destruir muchasciudades de aquelia provincia para no perderla.Porque, en verdad, el único medio seguro dedominar una ciudad acostumbrada a vivir libre

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es destruirla. Quien se haga dueño de una ciu-dad así y no la aplaste, espere a ser aplastadopor ella. Sus rebeliones siempre tendrán porbaluarte el nombre de libertad y sus antiguosestatutos, cuyo hábito nunca podrá hacerleperder el tiempo ni los beneficios. Por mu- choque se haga y se prevea, si los habitantes no seseparan ni se dispersan, nadie se olvida deaquel nombre ni de aquellos estatutos, y a ellosinmediatamente recurren en cualquier contin-gencias, como hizo Pisa luego de estar un siglobajo cl yugo florentino. Pero cuando las ciuda-des o provincias están acostumbradas a vivirbajo un principe, y por la extinción de éste y sulinaje queda vacante el gobierno, como por unlado los habitantes estfán habituados a obede-cer y por otro no tienen a quién, y no se ponende acuerdo para elegir a uno de entre ellos, nisaben vivir en libertad, y por último tampocose deciden a tomar las armas contra el invasor,un principe puede fácilmente conquistarlas yretenerlas. En las repúblicas, en cambio, hay

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más vida, más odio, más ansias de venganza. Elrecuerdo de su antigua libertad no les concede,no puede concederles un solo momento de re-poso. Hasta tal punto que el mejor camino esdestruirlas o radicarse en ellas.

Capitulo VIDE LOS PRINCIPADOS NUEVOS

QUE SE ADQUIEREN CON LAS ARMASPROPIAS Y EL TALENTO PERSONAL

Nadie se asombre de que, al hablar de losprincipados de nueva creación y de aquellos enlos que sólo es nuevo el príncipe, traiga yo acolación ejemplos ilustres. Los hombres siguencasi siempre cl carnino abierto por otros y seempeñan en imitar las acciones de los demas. Yaunque no es posible seguir exactamente elmismo camino ni alcanzar la perfección delmodelo, todo hombre prudente debe entrar enel camino seguido por los grandes e imitar a losque han sido excelsos, para que, si no los iguala

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en virtud, por lo menos se les acerque; y hacercomo los arqueros experimentados, que, cuan-do tienen que dar en blanco muy lejano, y dadoque conocen el alcance de su arma, apuntan porsobre él, no para llegar a tanta altura, sino paraacertar donde se lo proponian con la ayuda demira tan elevada.

Los principados de nueva creación,donde hay un príncipe nuevo, son más o menosdificiles de conservar según que sea más o me-nos hábil el príncipe que los adquiere. Y dadoque el hecho de que un hombre se convierta dela nada en príncipe presupone necesariamentetalento o suerte, es de creer que una u otra deestas dos cosas allana, en parte, muchas dificul-tades. Sin embargo, el que menos ha confiadoen el azar es siempre el que más tiempo se haconservado en su conquista. También facilitaenormemente las cosas el que un príncipe, al noposeer otros Estados, se vea obligado a estable-cerse en el que ha adquirido. Pero quiero refe-rirme a aquellos que no se convir- tieron en

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principes por cl azar, sino por sus virtudes. Ydigo entonces que, entre ellos, loa más ilustreshan sido Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otrosno menos grandes. Y aunque Moisés sólo fueun simple agente de la voluntad de Dios, mere-ce, sin embargo, nuestra admiración, siquierasea por la gracia que lo hacia digno de hablarcon Dios. Pero también son admirables Ciro ytodos los demás que han adquirido o fundadoreinos; y si iuzgamos sus hechos y su gobierno,hallaremos que no deslucen ante los de Moisés,que tuvo tan gran preceptor. Y si nos detene-mos a estudiar su vida y sus obras, descubri-remos que no deben a la fortuna sino el haber-les proporcionado la ocasión propicia, que fueel material al que ellos dieron la forma conve-niente. Verdad es que, sin esa ocasión, sus mé-ritos de nada hubicran valido; pero también escierto que, sin sus méritos, era inútil que la oca-sión se presentara. Fue, pues,. necesario queMoisés hallara al pueblo de Israel esclavo yoprimido por los egipcios para que ese pueblo,

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ansioso de salir de su sojuzgamiento, se dispu-siera a seguirlo. Se hizo menester que Rómulono pudiese vivir en Alba y estuviera expuestodesde su nacimiento, para que llegase a ser reyde Roma y fundador de su patria. Ciro tuvoque ver a los persas des- contentos de la domi-nación de los medas, y a los medas flojos e in-dolentes como consecuencia de una larga paz.No habría podido Teseo poner de manifestosus virtudes si no hubiese sido testigo de ladispersión de los atenienses. Por lo tanto, estasocasiones permiticron que estos hombres reali-zaran felizmente sus designios, y, por otro lado,sus méritos permiticron que las ocasiones rin-dieran provecho, con lo cual llenaron de gloriay de dicha a sus patrias.

Los que, por caminos semejantes a losde aquéllos, se convierten en príncipes adquie-ren el principado con dificultades, pero lo con-servan sin sobresaltos. Las dificultades nacenen parte de las nuevas leyes y costumbres quese ven obligados a im- plantar para fundar el

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Estado y proveer a su seguridad. Pues debeconsiderarse que no hay nada más dificil deemprender, ni mis dudoso de hacer. triunfar, nimás peligroso de manejar, que el introducirnuevas leyes. Se explica: el innovator se trans-forma en enemigo de todos los que se benefi-ciaban con las leyes antiguas, y no se granjeasino la amistad tibia de los que se beneficiaráncon las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo origen es,por un lado, el temor a los que tienen de suparte a la legislación antigua, y por otro, la in-credulidad de los hombres, que nunca fían enlas cosas nuevas hasta que ven sus frutos. Dedonde resulta que, cada vez que los que sonenemigos tienen oportunidad para atacar, lohacen enérgicamente, y aquellos otros asumenla defensa con tibieza, de modo que se exponeuno a caer con ellos. Por consiguiente, si sequiere analizar bien esta par- te, es preciso versi esos innovadores lo son por si mismos, o sidependen de otros; es decir, si necesitan recu-rrir a ta súplica para realizar su obra, o si pue-

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den imponerla por la fuerza. En cl primer caso,fracasan siempre, y nada queda de sus inten-ciones, pero cuando sólo dependen de sí mis-mos y pueden actuar con la ayuda de la fuerza,entonces rara vez dejan de conseguir sus pro-pósitos. De donde se explica que todos los pro-fetas armados hayan triunfado, y fracasadotodos los que no tenían armas. Hay que agre-gar, además, que los pueblos son tornadizos; yque, si es fácil convencerlos de algo, es difícilmantenerlos fieles a esa convicción, por lo cualconviene estar preparados de tal manera, que,cuando ya no crean, se les pueda hacer creerpor la fuerza. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo nohabrían podido hacer respetar sus estatutosdurante mucho tiempo si hubiesen estado de-sarmnados. Como sucedió en nuestros a FrayJerónimo Savonaro- la, que fracasó en susinnovaciones en cuanto la gente empezó a nocreer en ellas, pues se encontró con que carecíade medios tanto para mantener fieles en sucreencia a los que habian creído como para

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hacer creer a los incrédulos. Hay que reconocerque estos revolucionarios tropiezan con seriasdificultades, que todos los peligros surgen ensu camino y que sólo con gran valor puedensuperarlos; pero vencidos los obstáculos, y unavez que han hecho desaparecer a los que teníanenvidia de sus virtudes, viven poderosos, segu-ros, honrados y felices.

A tan excelsos ejemplos hay que agregarotro de menor jerarquía, pero que guarda ciertaproporción con aquéllos y que servirá para to-dos los de igual clase. Es el de Hierón de Sira-cusa, que de simple ciudadano llegó a ser prín-cipe sin tener otra deuda con el azar que la oca-ción; pues los siracusanos, oprimidos, lo nom-braron su capitán, y fue entonces cuando hizoméritos suficientes para que lo eligieran prínci-pe. Y a pesar de no ser noble, dio pruebas detantas virtudes, que quien ha escrito de él hadicho: “quod nihil illi deerat ad regnandumpraeter regnum”. Licenció el antiguo ejército ycreó uno nuevo; dejó las amistades viejas y se

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hizo de otras; y asi, rodeado por soldados yamigos adictos, pudo construir sobre tales ci-mientos cuanto edificio quiso; y lo que tanto lehabia costado adquirir, poco le cósto conservar.

Capitulo VIIDE LOS PRINCIPADOS NUEVO QUE

SE ADQUIEREN CON ARMAS Y FOR-TUNA DE OTROS

Los que sólo por la suerte se conviertenen príncipes poco esfuerzo necesitan para llegara serlo, pero no se mantienen sino con muchi-simo. Las dificultades no surgen en su camino,porque tales hombres vuelan, pero se presentanuna vez instalados. Me refiero a los que com-pran un Estado o a los que lo obtienen comoregalo, tal cual suce- dió a muchos en Grecia, enlas ciudades de Jonia y del Helesponto, dondefueron hechos príncipes por Dario a fin de quele conservasen dichas ciudades para su seguri-

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dad y gloria; y como sucedió a muchos empe-radores que llegaban al trono corrompiendo lossoldados. Estos príncipes no se sostienen sinopor la voluntad y la fortuna --cosas ambas mu-dables e inseguras-- de quienes los elevaron; yno saben ni pueden conserver aquella digni-dad. No saben porque, si no son hombres detalento y virtudes superiores, no es presumibleque conozean cl arte del mando, ya que hanvivido siempre como simples ciudadanos; nopueden porque carecen de fuerzas que puedanserles adictas y fieles. Por otra parte, los Esta-dos que nacen de pronto, como todas las cosasde la naturaleza que brotan y crecen precoz-mente, no pueden tener raices ni sostenes quelos defiendan del tiempo adverso; salvo quequienes se han convertido en forma tan súibitaen principes se pongan a la altura de lo que lafortuna ha depositado en sus manos, y sepanprepararse inmediatamente para conservarlo, yechen los cimientos que cualquier otro echaantes de llegar al principado.

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Acerca de estos dos modos de llegar aser principe --por méritos o por suerte--, quierocitar dos ejemplos que perduran en nuestramemoria: el de Francisco Sforza y cl de CésarBorgia. Francisco, con los inedios que corres-pondían y con un gran talento, de la nada seconvirtió en duque de Milán, y conservó conpoca fatiga lo que con mil afanes había conquis-tado. En cl campo opuesto, César Borgia, lla-mado duque Valentino por el vulgo, adquirió elEstado con la fortuna de su padre, y con la deéste lo perdió, a pesar de haber empleado todoslos medios imaginables y de haber hecho todolo que un hombre prudente y hábil debe hacerpara arraigar en un Estado que se ha obtenidocon armas y apoyo ajenos. Porque, como ya hedicho, el que no coloca los cimientos con antici-pación podría colocarlos luego si tiene talento,aun con riesgo de disgustar al arquitecto y dehacer peligrar el edificio. Si se examinan losprogresos del duque, se verá que ya habíaechado las bases para su futura grandeza; y

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creo que no es superfluo hablar de ello, porqueno sabría qué mejores consejos dar a un prínci-pe nuevo que el ejemplo de las medidas toma-das por él. Que si no le dieron el resultado ape-tecido, no fue culpa suya, sino producto de unextraordinario y extremado rigor de la suerte.

Para hacer poderoso al duque, su hijo, teníaAlejandro VI que luchar contra grandes dificul-tades presences y futuras. En primer lugar, noveía manera de hacerlo señor de algún Estadoque no fuese de la Iglesia; y sabía, por otra par-te, que ni el duque de Milán ni los venecianosle consentirían que desmembrase los territoriesde la Iglesia, porque ya Faenza y Rímini esta-ban bajo la protección de los venecianos. Ydespués veía que los ejércitos de Italia, y espe-cialmente aquellos de los que hubiera podidoservirse, estaban en manos de quienes debíantemer el engrandecimiento del papa; y mal po-día fiarse de tropas mandadas por los Orsini,los Colonna y sus aliados. Era, pues, necesarioremover aquel estado de cosas y desorganizar

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aquellos territorios para apoderarse sin riesgosde una parte de ellos. Lo que le fue fácil, por-que los venecianos, movidos por otras razones,habian invitado a los franceses a volver a Italia;lo cual no sólo no impidió, sino facilitó con ladisolución del primer matrimonio del rey Luis.De suerte que cl rey entró en Italia con la ayudade los venecianos y el consentimiento de Ale-jandro. Y no habia llegado aún a Milán cuandoel papa obtuvo tropas de aquél para la empresade la Romaña, a la que nadie se opuso gracias ala autoridad del rey. Adquirida, pues, la Ro-maña por el duque, y derrotados los Colonna,se presentaban dos obstáculos que impedíanconservarla y seguir adelante. uno, sus tropas,que no le parecian adictas; el otro, la voluntadde Francia. Temía que las tropas de los Orsini,de las cuales se había valido, le faltasen en elmomento preciso, y no sólo le impidiesen con-quistar más, sino que le arrebatasen lo conquis-tado; y otro tanto temía del rey. Tuvo unaprueba de lo que sospechaba de los Orsini

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cuando, después de la toma de Faenza, asaltó aBolonia, en cuyas eircunstancias los vio batirsecon friaidad. En lo que respecta al rey, descu-brió sus intenciones cuando, ya dueño del du-cado de Urbino, so vió obligado a renunciar a laconquista de Toscana por su intervención. Yentonces decidió no depender más de la fortu-na y las armas ajenas. Lo primero que hizo fuedebilitar a los Orsini y a los Colonna on Roma,ganándose a su causa a cuantos nobles les eranadictos, a los cuales señaló crecidos sueldos yhonró de acuerdo con sus méritos con mandosy administraciones, de modo que en pocos me-ses el afecto que tenían por aquéllos se volviópor entero hacia el duque. Después de lo cual, ydispersado que, hubo a los Colonna, esperó laocasión de terminar con los Orsini. Oportuni-dad que se presentó bien y que él aprovechómejor. Los Orsini, que muy tarde habían com-prendido que la grandeza del duque y de laIglesia generaba su ruina, celebraron una reu-nión en Magione, en el territorio de Perusa, de

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la que nacieron la rebelión de Urbino, los tu-multos de Romaña y los infinitos peligros porlos cuales atravesó el duque; pero éste supoconjurar todo con la ayuda de los franceses. Yrestaurada su autoridad, el duque, que no po-día fiarse do los franceses ni de los demásfuerzas extranjeras, y que no se atrevía a desa-fiarlas, recurrió a la astucia; y supo disimulartan bien sus propósitos, que los Orsini, por in-termedio del señor Paulo -a quien el duquecolmó de favores para conquistarlo, sin escati-marle dinero, trajes ni caballos-, se reconcilia-ron inmediatamente, hasta tal punto, que sucandidez los llevó a caer en sus manos en Sini-gaglia. Exterminados, pues, estos jefes y con-vertidos los partidarios de ellos en amigos su-yos, el duque tenia construidos sólidos cimien-tos para su poder futuro, mixime cuando pose-ía toda la Romaña y el ducado de Urbino ycuando se había ganado la buena voluntad deesos pueblos, a los cuales empezaba a gustar elbienestar de su gobierno.

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Y porque esta parte es digna de mención yde ser imitada por otros, conviene no pasarlapor alto. Cuando el duque se encontró con quela Romaña conquistada estaba bajo el mandode señores ineptos que antes despojaban a sussúbditos que los gobernaban, y que más lesdaban motivos de desunión que de unión, porlo cual se sucedían continuamente los robos, lasriñas y toda clase de desórdenes, juzgó necesa-rio, si se queria pacificarla y volverla dócil a lavoluntad del príncipe, dotarla de un gobiernosevero. Eligió para esta misión a Ramiro deOrco, hombre cruel y expeditivo, a quien dioplenos poderes. En poco tiempo impuso éste suautoridad, restableciendo la paz y la unión.Juzgó entonces el duque innecesaria tan excesi-va autoridad, que podia hacerse odiosa, y creóen el centro de la provincia, bajo la presidenciade un hombre virtuosísimo, un tribunal civil enel cual cada ciudadano tenia su abogado. Ycomo sabía que los rigores pasados habían en-gendrado algún odio contra su persona, quiso

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demostrar, para aplacar la animosidad de sussúbditos y atraérselos, que, si algún acto decrueldad se habia cometido, no es debía a él,sino a la salvaje naturaleza del ministro. Y lle-gada la ocasión, una mañana lo hizo exponeren la plaza de Cesena, dividido en dos pedazosclayados en un palo y con un cuchillo cubiertode sangre al lado. La ferocidad de semejanteespecticulo dejó al pueblo a la vez satisfecho yestupefacto. Pero volvamos al punto de partida.Encontrábase el duque bastante poderoso y acubierto en parte de todo peligro presente, lue-go de haberse armado en la necesaria medida yde haber aniquilado los ejércitos que encerra-ban peligro inmediato, pero le faltaba, si queríacontinuar sus conquistas, obtener el respeto delrey de Francia, pues sabía que el rey, aunqueadvertido tarde de su error, trataría de subsa-narlo. Empezó por ello a buscarse amistadesnuevas, y a mostrarse indeciso con los francesescuando estos se dirigieron al reino de Nápolespara luchar contra los españoles que sitiaban a

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Gaeta. Y si Alejandro hubiese vivido aún, supropósito de verse libre de ellos no habría tar-dado en cumplirse. Este fue su comportamientoen lo que se refiere a los hechos presentes. Encuanto a los futuros, tenía sobre todo que evitarque el nuevo sucesor en el Papado fuese ene-migo suyo y le quitase lo que Alejandro lehabia dado. Y pensó hacerlo por cuatro mediosdistintos: primero, exterminando a todos losdescendientes de los señores a quienes habíadespojado, para que el papa no tuviera oportu-nidad de restablecerlos. Segundo, atrayéndosea todos los nobles de Roma, para oponerse, consu ayuda, a los designios del papa. Tercero,reduciendo el Colegio a su voluntad, hastadonde pudiese. Cuarto, adquiriendo tanto po-der, antes que el papa muriese, que pudiera porsí mismo resistir un primer ataque. De estascuatro cosas, ya había realizado tres a la muertede Alejandro, la cuarta estaba concluida. Por-que señores despojados mató a cuantos pudoalcanzar, y muy pocos se salvaron; y contaba

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con nobles romanos ganados a su causa; y en elColegio gozaba de gran influencia. Y por lo quetoca a las nuevas conquistas, tramaba apode-rarse de Toscana, de la cual ya poseía a Perusay Piombino, aparte de Pisa, que se habia puestobajo su protección. Y en cuanto no tuviese queguardar mis miramientos con los franceses (quede hecho no tenia por qué guardárselos, puestoque ya los franceses habían sido despojados delReino por los españoles, y que unos y otrosnecesitaban comprar su amistad), se echaríasobre Pisa. Después de lo cual Luca y Siena notardarían en ceder, primero por odio contra losflorentinos, y después por miedo al duque; ylos florentinos nada podrían hacer. Si hubieselogrado esto (aunque fuera el mismo año de lamuerte de Alejandro), habría adquirido tantopoder y tanta autoridad, que se hubiera soste-nido por sí solo, y no habría dependido más dela fortuna ni de las fuerzas ajenas, sino de supoder y de sus méritos.

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Pero Alejandro murió cinco años despuésde que el hijo empezara a desenvainar la espa-da. Lo dejaban con tan sólo un Estado afianza-do: el de Romaña, y con todos los demás en elaire, entre dos poderesos ejércitos enemigos, yenfermo de muerte. Pero habia en el duquetanto vigor de alma y de cuerpo, tan bien sabíacómo se gana y se pierde a los hombres, y loscimientos que echara en tan poco tiempo erantan sólidos, que, a no haber tenido dos ejércitosque lo rodeaban, o simplemente a haber estadosano, se hubiese sostenido contra todas las difi-cultades. Y si los cimientos de su poder eranseguros o no, se vio en seguida, pues la Roma-ña lo esperó más de un mes: y, aunque estabamedio muerto, nada se intentó contra él, a pe-sar de que los Baglioni, los Vitelli y los Orsinihabian ido alli con ese propósito; y si no hizopapa a quien quería, obtuvo por lo menos queno lo fuera quien él no queria que lo fuese. Perotodo le hubiese sido fácil a no haber estado en-fermo a la muerte de Alejandro. El mismo me

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dijo, el dia en que elegido Julio II, que habiaprevisto todo lo que podía suceder a la muertede su padre, y para todo preparado remedio;pero que nunca había pensado que en semejan-te circunstancia él mismo podía hallarse mori-bundo.

No puedo, pues, censurar ninguno de losactos del duque; per el contrario, me parece quedeben imitarlos todos aquellos que llegan altrono mediante la fortuna y las armas ajenas.Porque no es posible conducirse de otro modocuando se tienen tanto valor y tanta ambición.Y si sus propósitos no se realizaron, tan sólo fuepor su enfermedad y por la brevedad de la vidade Alejandro. El príncipe nuevo que crea nece-sario defenderse de enemigos, conquistar ami-gos, vencer por la fuerza o por el fraude, hacer-se amar o temer de los habitantes, respetar yobedecer por los soldades, matar a los quepuedan perjudicarlo, reemplazar con nuevaslas leyes antiguas, ser severo y amable, magná-nimo y liberal, disolver las milicias infieles,

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crear nuevas, conserver la amistad de reyes ypríncipes de modo que lo favorezcan de buengrado o lo ataquen con recelos; el que juzgueindispensable hacer todo esto, digo, no puedehallar ejemplos más recientes que los actos delduque. Sólo se lo puede criticar en lo que res-pecta a la elección del nuevo pontifice, porque,si bien no podía hacer nombrar a un papa adic-to, podía impedir que lo fuese este o aquel delos cardenales, y nunea debió consentir en quefuera elevado al Pontificado alguno de los car-denales a quienes había ofendido o de aquellosque, una vez papas, tuviesen que temerle. Pueslos hombres ofenden por miedo o por odio.Aquellos a quienes había ofendido eran, entreotros, el cardenal de San Pedro, Advíncula,Colonna, San Jorge y Ascanio; todos los demás,si llegados al solio, debían temerle, salvo elcardenal de Ambaise dado su poder, que nacíadel de Francia, y los españoles ligados a él poralianza y obligaciones reciprocas. Por consi-guiente, el duque debía tratar ante todo de un-

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gir papa a un español, y, a no serle posible,aceptar al cardenal de Arnboise antes que el deSan Pedro Advíncula. Pues se engaña quiencree que entre personas eminentes los benefi-cios nuevos hacen olvidar las ofensas antiguas.Se equivocó el. duque en esta elección, causaúltima de su definitive ruina.

Capitulo VIIIDE LOS QUE LLEGARON AL PRIN-

CIPADO MEDIANTE CRIMENESPero puesto que hay otros dos modos de

llegar a principe que no se pueden atribuir en-teramente a la fortuna o a la virtud, correspon-de no pasarlos por alto, aunque sobre ellos sediscurra con más detenimiento donde se tratade las repúblicas. Me refiero, primero, al casoen que se asciende al principado por un caminode perversidades y delitos; y después, al casoen que se llega a ser príncipe por el favor de losconciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo

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y otro contemporeánno, ilustraró el primero deestos modos, sin entrar a profundizar demasia-do en la cuestión, porque creo que bastan paralos que se hallan en la necesidad de imitarlos.

El siciliano Agátocles, hombre no só1o decondición oscura, sino baja y abyecta, se convir-tió en rey de Siracusa. Hijo de un alfarero, llevóuna conducta reprochable en todos los períodosde su vida; sin embargo, acompafió siempresus maldades con tanto ánimo y tanto vigorfisico que entrado en la milicia llegó a ser, as-cendiendo grado por grado, pretor de Siracusa.Una vez elevado a esta dignidad, quiso serprincipe y obtener por la violencia, sin debérse-lo a nadie, lo que de buen grado le hubiera sidoconcedido. Se puso de acuerdo con cl cartagi-nés Amílcar, que se hallaba con sus ejércitos enSicilia, y una mañana reunió al pueblo y al Se-nado, como si tuviese que deliberar sobre cosasrelacionadas con la república, y a una señalconvenida sus soldados mataron a todos lossenadores y a los ciudadanos mis ricos de Sira-

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cusa. Ocupó entonces y supo conservar comoprincipe aquella ciudad, sin que se encendieraninguna guerra civil por su causa. Y aunquelos cart.tgineses lo sitiaron dos veces y lo derro-taron por último, no sólo pudo defender la ciu-dad, sino que, dejando parte de sus tropas paraque contuvieran a los sitidores, con cl resto in-vadió el Africa; y en poco tiempo levantó elsitio de Siracusa y puso a los cartagineses entales aprietos, que se vieron obligados a pactarcon él, a conformarse con sus posesiones delAfrica y a dejarle la Sicilia. Quien estudie, pues,las acciones de Agátocles y juzgue sus méritosmuy poco o nada encontrará que pueda atri-buir a la suerte; no adquirió la soberania por elfavor de nadie, como he dicho más arriba, sinomerced a sus grados militares, que se habíaganado a costa de mil sacrificios y peligros; y semantuvo en mérito a sus enérgicas y temerariasmedidas. Verdad que no se puede llamar vir-tud el matar a los conciudadanos, el traicionar alos amigos y el carecer de fe, de piedad y de

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religion, con cuyos medios se puede adquirirpoder, pero no gloria. Pero si se examinan elvalor de Agátocles al arrastrar y salir triunfantede los peligros y su grandeza de alma para so-portar y vencer los acontecimientos adversos,no se explica uno por qué tiene que ser consi-derado inferior a los capitanes más famosos.Sin embargo, su falta de humanidad, sus cruel-dades y maldades sin número, no consientenque se lo coloque entre los hombres ilustres. Nose puede, pues, atribuir a la fortuna o a la vir-tud lo que consiguió sin la ayuda de una ni dela otra.

En nuestros tiempos, bajo el papa AlejandroVI, Oliverotto da Fermo, huérfano desde cortaedad, fue educado por uno de sus tios mater-nos, llamado Juan Fogliani, y confiado después,en su primera juventud, a Pablo Vitelli, a fin deque llegase, gracias a sus ensceñanzas, a ocuparun grado elevado en las armas. Muerto Pablo,pasó a militar bajo Vitellozzo, su hermano., yen poco tiempo, como era inteligente y de espí-

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ritu y cuerpo gallardos, se convirtió en el pri-mer hombre de su ejéreito. Pero como le pare-ció indigno servir a los demás, pensó apoderar-se de Fermo con el consentimiento de Vitelloz-zo y la ayuda de algunos habitantes de la ciu-dad a quienes era más cara la esclavitud que lalibertad de su patria. Escribió a Juan Foglianidiciéndole que, luego de tantos años de ausen-cia, deseaba ver de nuevo a su patria y a él, y,en parte, también conocer el estado de su pa-trimonio; y que, como no se había fatigado sinopor conquistar gloria, quería, para demostrar asus compatriotas que no habia perdido el tiem-po, entrar con todos los honores y acompañadopor cien caballeros, amigos y servidores suyos.Rogábale, pues, que tratase de que los ciudada-nos de Fermo lo acogiesen de un modo honro-so, que con ello no sólo lo hoitraba a él, sinoque se honraba a sí mismo, ya que habia sidosu maestro. No olvidó Juan ninguno de loshonores debidos a su sobrino, y lo hizo recibirdignamente por los ciudadanos de Fermo, en

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cuyas casas se alojó con su comitiva. Transcu-rridos algunos dias, y preparado todo cuantoera necesario para su premeditado crimen, Oli-verotto dio un banquete solemne al que invitó aJuan Fogliani y a los principales hombres deFerno. Después de consumir los manjares y deconcluir con los entretenimientos que son deuse en tales ocasiones, Oliverotto, deliberada-mente, hizo recaer la conversación, dando cier-tos peligrosos argumentos, sobre la grandeza ylos actos del papa Alejandro y de César, su hijo;y come a esos argumentos contestaron Juan ylos otros, se levantó de pronto diciendo queconvenéa hablar de semejantes temas en lugarmás seguro, y se retiró a una habitación a lacual lo siguieron Juan y los demás ciudadanos.Y aún éstos no habian tomado asiento cuandode algunos escondrijos salieron soldados quedieron muerte a Juan y a todos los demás. Con-sumado el crimen, montó Oliverotto a caballo,atravesó la ciudad y sitió en su palacio al ma-gistrado supremo. Los ciudadanos no tuvieron

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entonces más remedio que someterse y consti-tuir un gobierno del cual Oliverotto se hizonombrar jefe. Muertos todos los que hubieranpodido significar un peligro para él, se preocu-pó por reforzar su poder con nuevas leyes civi-les y militares, de manera que, durante el añoque gobernó, no sólo estuvo seguro en Fermo,sino que se hizo temer por todos los vecinos. Yhabría sido tan dificil de derrocar como Agáto-cles si no se hubiese dejado engañar por CésarBorgia y prender, junto con los Orsini y los Vi-telli, en Sinigaglia, donde, un año después desu parricidio, fue estrangulado en compañia deVitellozzo, su maestro en hazañas y crimenes.

Podría alguien preguntarse a qué se debeque, mientras Agátocles y otros de su calaña, apesar de sus traiciones y rigores sin número,pudieron vivir durante mucho tiempo y a cu-bierto de su patria, sin temer conspiraciones, ypudieron a la vez defenderse de los enemigosde afuera, otros, en cambio, no sólo mediantemedidas tan extremas no lograron conserver su

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Estado en épocas dudosas de guerra, sino tam-poco en tiempos de paz. Creo que depende delbueno o mal uso que se hace de la crueldad. Llama-ría bien empleadas a las crueldades (si a lo ma-lo se lo puede llamar bueno) cuando se aplicande una sola vez por absoluta necesidad de ase-gurarse, y cuando no se insiste en ellas, sino,por el contrario, se trata de que las primeras sevuelvan todo lo beneficiosas posible para lossúbditos. Mal empleadas son las que, aunquepoco graves al principio, con el tiempo antescrecen que se extinguen. Los que observan elprimero de estos procedimientos pueden, comoAgátocles, con ]a ayuda de Dios y de los hom-bres, poner, algún remedio a su situación, losotros es imposible que se conserven en sus Es-tados. De donde se concluye que, al apoderarsede un Estado, todo usurpador debe reflexionarsobre los crimenes que le es preciso cometer, yejecutarlos todos a la vez, para que no tengaque renovarlos dia a dia y, al no verse en esanecesidad, pueda conquistar a los hombres a

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fuerza de beneficios. Quien procede de otramancra, por timidez o por haber sido mal acon-sejado, se ve siempre obligado a estar con elcuchillo en la mano, y mal puede contar consúbditos a quienes sus ofensas continuas y to-davia recientes llenan de descoufianza. Porquelas ofensas deben inferirse de una sola vez paraque, durando menos, hieran menos; mientrasque los beneficios deben proporcionarse poco apoco, a fin de que se saboreen mejor. Y, sobretodas las cosas, un príncipe vivirá con sus súb-ditos de manera tal, que ningún acontecimien-to, favorable o adverso, lo haga variar; pues lanecesidad que se presenta en los tiempos difíci-les y que no se ha previsto, tú no puedes reme-diarla; y el bien que tú hagas ahora de nadasirve ni nadie te lo agradece, porque se consi-dera hecho a la fuerza.

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Capitulo IXDEL PRINCIPADO CIVIL

Trataremos ahora del segundo caso: aquelen que un ciudadano. no por crimenes ni vio-lencia. sino gracias al favor de sus compatrio-tas, se convierte en príncipe. El Estado así cons-tituido puede llamarse principado civil. El llegara él no depende por completo de los méritos ode la suerte; depende, más bien, de una ciertahabilidad propiciada por la fortuna, y que ne-cesita, o bien del apoyo del pueblo, o bien delde los nobles. Porque en toda ciudad se encuen-tran estas dos fuerzas contrarias, una de lascuales lucha por mandar y oprimir a la otra,que no quiere ser mandada ni oprimida. Y delchoque de las dos corrientes surge uno de estostres efectos. o principado, o libertad, o licencia.

El principado pueden implantarlo tanto elpueblo como los nobles, según que la ocasiónse presente a uno o a otros. Los nobles, cuando

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comprueban que no pueden resistir al pueblo,concentran toda la autoridad en uno de ellos ylo hacen príncipe, para poder, a su sombra, darrienda sucita a sus apetitos. El pueblo, cuando asu vez comprueba que no puede hacer frente alos grandes, cede su autoridad a uno y lo hacepríncipe para que lo defienda. Pero el que llegaal principado con la ayuda de los nobles semantiene con más dificultad que el que ha lle-gado mediante el apoyo del pueblo, porque losque lo rodean se consideran sus iguales, y en talcaso se le hace difícil mandarlos y manejarloscomo quisiera. Mientras que el que llega por elfavor popular es única autoridad, y no tiene enderredor a nadie o casi nadie que no esté dis-puesto a obedecer. Por otra parte, no puedehonradamente satisfacer a los grandes sin le-sionar a los demás; pero, en cambio, puede sa-tisfacer al pueblo, porque la la finalidad delpueblo es más honesta que la de los grandes,queriendo éstos oprimir, y aquél no ser oprimi-do.

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Agréguese a esto que un príncipe jamáspodrá dominar a un pueblo cuando lo tengapor enemigo, porque son muchos los que loforman; a los nobles, como se trata de pocos, leserá fácil. Lo peor que un principe puede espe-rar de un pueblo que no lo ame es el ser aban-donado por él; de los nobles, si los tiene porenemigos, no sólo debe temer que lo abando-nen, sino que se rebelen contra él; pues, másastutos y clarividentes, siempre están a tiempopara ponerse en salvo, a la vez que no dejannunca de congratularse con el que esperan re-sultará vencedor. Por último, es una necesidadpara el principe vivir siempre con el mismopueblo, pero no con los mismos nobles, supues-to que puede crear nuevos o deshacerse de losque tenía, y quitarles o concederles autoridad acapricho.

Para aclarar mejor esta parte en lo que se re-fiere a los grandes, digo que se deben conside-rar en dos aspectos principales: o proceden detal rnanera que se unen por completo a su suer-

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te, o no. A aquellos que se unen y no son rapa-ces, se les debe honrar y amar; a aquellos queno se unen, se les tiene que considerar de dosmaneras: si hacen esto por pusilanimidad ydefecto natural del ánimo, entonces tú debesservirte en especial de aquellos que son debuen criterio, porque en la prosperidad te hon-rarán y en la adversidad no son de temer, perocuando no se unen sino por cálculo y por ambi-ción, es señal de que piensan más en sí mismosque en ti, y de ellos se debe cuidar cl prín- cipey temerles como si se tratase de enemigos de-clarados, porque esperarán la adversidad paracontribuir a su ruina.

El que llegue a príncipe mediante el favordel pueblo debe esforzarse en conservar suafecto, cosa fácil, pues el pueblo sólo pide noser oprimido. Pero el que se convierta en prín-cipe por el favor do los nobles y contra el pue-bio procederá bien si so empeña ante todo enconquistarlo, lo que sólo le será fácil si lo tomabajo su protección. Y dado que los hombres se

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sienten más agradecidos cuando reciben biende quien sólo esperaban mal, se somete el pue-blo más a su bienhcehor que si lo hubiese con-ducido al principado por su voluntad. El prín-cipe puede ganarse a su pueblo do muchas ma-neras, que no mencionaré porque es impossibledar reglas fijas sobre algo que varía tanto segúnlas circunstancias. Insistiré tan sólo on que unpríncipe necesita contar con la amistad delpueblo, pues de lo contrario no tiene remedioen la adversidad.

Nabis, príncipe de los espartanos, resistió elataque de toda Grecia y de un ejército romanoinvicto, y le bastó, surgido el peligro, asegurar-se de muy pocos para defender contra aquéllossu patria y su Estado, que si hubiese tenido porenemigo al pueblo, no le bastara. Y que no sopretenda desmentir mi opinión con el gastadoproverbio de que quien confia en el pueblo edificasobre arena; porque el proverbio sólo es verda-dero cuando se trata do un simple ciudadanoque confía en cl pueblo como si el pueblo tuvie-

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se el deber de liberarlo cuando los enemigos olas autoridades lo oprimen. Quien así lo inter-pretara se engañaría a menudo, como los Gra-cos en Roma y Jorge Scali en Florencia. Pero sies un príncipe quien confía on é1, y un príncipevaliente que sabe mandar, que no se acobardaen la adversidad y mantiene con su ánimo y susmedidas el ánimo de todo su pueblo, no só1ono se verá nunca defraudado, sino que se felici-tará de haber depositado on é1 su confianza.

Estos principados peligran, por lo general,cuando quieren pasar de principado civil aprincipado absoluto; pues estos príncipes go-biernan por sí mismos o por intermedio de ma-gistrados. En cl último caso, su permanencia esmás insegura y peligrosa, porque depende de lavoluntad de los ciudadanos que ocupan el car-go de magistrados, los cuales, y sobre todo en,épocas adversas, pueden arrebatarle muy fá-cilmente el poder, ya dejando de obedecerle, yasublevando al puebio contra ellos. Y el prínci-pe, rodeado de peligros, no tiene tiempo para

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asumir la autoridad absoluta, ya que los ciuda-danos y los súbditos, acostumbrados a recibirórdenes nada más que de los magistrados, noestán en semejantes trances dispuestos a obede-cer las suyas. Y no encontrará nunca, en lostiempos dudosos, gentes en quien poder con-fiar, puesto que tales príncipes no pueden to-mar como ejemplo lo que sucede en tiemposnormales, cuando los ciudadanos tienen nece-sidad del Estado, y corren y prometen y quie-ren morir por él, porque la muerte está lejana;pero en los tiempos adversos, cuando el Estadotiene necesidad de losciudadanos, hay pocosque quieran acudir en su ayuda. Y esta expe-riencia es tanto más peligrosa cuanto que nopuede intentarse sino una vez. Por ello, unpríncipe hábil debe hallar una manera por lacual sus ciudadanos siempre y en toda ocasióntengan necesidad del Estado y de él. Y asi leserán siempre fieles.

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Capitulo XCOMO DEBEN MEDIRSE LAS FUER-

ZAS DE TODOS LOS PRINCIPADOS Conviene, al examinar la naturaleza de es-

tos principados, hacer una consideración más, asaber; si un príncipe posee un Estado tal quepueda, en caso necesario, sostenerse por símisma, o sí tiene, en tal caso, que recurrir a laayuda de otros. Y para aclarar mejor este pun-to, digo que considero capaces de poder soste-nerse por sí mismos a los que, o por abundan-cia de hombres o de dinero, pueden levantar unejército respetable y presentar batalla a quienquiera que se atreva a atacarlos; y consideroque tienen siempre necesidad de otros a los queno pueden presentar batalla al enemigo encampo abierto, sino que se ven obligados a re-fugiarse dentro de sus muros para defenderlos.Del primer caso ya se ha hablado, y se agregarámás adelante lo que sea oportuno. Del segundocaso no se puede decir nada, salvo aconsejar alos príncipes que fortifiquen y abastezcan la

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ciudad en que residen y que se despreocupende la campaña. Quien tenga bien fortificada suciudad, y con respecto a sus súbditos se hayaconducido de acuerdo con lo ya expuesto y conlo que expondré más adelante, dificilmente seráasaltado; porque los hombres son enemigos delas empresas demasiado arriesgadas, y no pue-de reputarse por fácil el asalto a alguien quetiene su ciudad bien fortificada y no es odiadopor el pueblo. Las ciudades de Alemania sonlibérrimas; tienen poca campaña, y obedecen alempe- rador cuando les place, pues no le te-men, asi como no temen a ninguno de los pode-rosos que las rodean. La razón es simple: estántan bien fortificadas que no puede menos depensarse que el asedio sería arduo y prolonga-do. Tienen muros y fosos adecuados, tanta arti-lleria como necesitan, y guardan en sus alma-cenes lo necesario para beber, comer y encen-der fuego durante un año; aparte de lo cual, ypara poder mantener a los obreros sin que ellosea una carga para el erario público, disponen

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siempre de trabaio para un año en esas obrasque son el nervio y la vida de la ciudad. Porúltimo, tienen en alta estima los ejercicios mili-tares, que reglamentan con infinidad de orde-nanzas.

Un príncipe, pues, que gobierne una plazafuerte, y a quien el pueblo no odie, no puedeser atacado; pero si lo fuese, el atacante se veríaobligado a retirarse sin gloria, porque son tanvariables las cosas de este mundo que es im-possible que alguien permanezca con sus ejérci-tos un año sitiando ociosamente una ciudad. Yal que me pregunte si el pueblo tendrí pacien-cia, y el largo asedio y su propio interés no leharán olvidar al príncipe, contesto que un prín-cipe poderoso y valiente superará siempre estasdificultades, ya dando esperanzas a sus súbdi-tos de que el mal no durará mucho, ya infun-diéndoles terror con la amenaza de las vejacio-nes del enemigo, o ya asegurándose diestra-mente de los que le parezcan demasiado osa-dos. Añadiremos a esto que es muy probable

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que el enemigo devaste y saquee la comarca asu llegada, que es cuando los ánimos están miscaldeados y más dispuestos a la defensa; mo-mento propicio para imponerse, porque, pasa-dos algunos dias, cuando los ánimos se hayanenfriado, los daños estarán hechos, las desgra-cias se habrán sufrido y no quedará ya remedioalguno. Los súbditos so unen por ello más es-trechamente a su príncipe, como si el habersido incendiadas sus casas y devastadas susposesiones en defensa del señor obligará a éstea protegerlos. Está en la naturaleza de los hom-bres el quedar reconocidos lo mismo por losbeneficios que hacen que por los que reciben.De donde, si se considera bien todo, no sorádifícil a un príncipe sabio mantener firme elánimo de sus ciudadanos durante el asedio,siempre y cuando no carezean de víveres ni demedios de la defensa.

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Capitulo XIDE LOS PRINCIPADOS ECLESIAS-

TICOSSólo nos resta discurrir sobre los principa-

dos eclesiásticos, respecto a los cuales todas lasdificultades existen antes de poseerlos, pues seadquieren o por valor o por suerte, y se conser-van sin el uno ni la otra, dado que se apoyan enantiguas instituciones religiosas que son tanpotentes y de tal calidad, que mantienen a suspríncipes en el poder sea cual fuere el modo enque éstos procedan y vivan.

Estos son los únicos que tienen Estados y nolos defienden; súbditos, y no los gobiernan. Ylos Estados, a pesar de hallarse indefensos, noles son arrebatados, y los súbditos, a pasar decarecer de gobierno, no se preocupan, ni pien-san, ni podrían sustraerse a su soberania. Son,por consiguiente, los (únicos principados segu-ros y felices. Pero como están regidos por leyessuperiores, inasequibles a la mente humana, y

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como han sido inspirados por cl Señor, seríaoficio de hombre presuntuoso y temerario elpretender hablar de ellos. Sin embargo, si al-guien me preguntase a qué se debe que la Igle-sia haya llegado a adquirir tanto poder tempo-ral, ya que antes de Alejandro, no só1o las po-tencias italianas, sino hasta los nobles y señoresde menor importancia respetaban muy poco sufuerza temporal, mientras que ahora ha hechotemblar a un rey de Francia y aun pudo arrojar-lo de Italia, y ha arruinado a los venecianos, noconsideraría inútil recordar las circunstancias,aunque sean bastante conocidas.

Antes que Carlos, rey de Francia, entrase enItalia, esta provincia estaba bajo la dominacióndel papa, de los venecianos, del rey de Nápoles,del duque de Milán y de los florentinos. Estaspotencias debían tener dos cuidados principa-les: evitar que un ejército extranjero invadiese aItalia y procurar que ninguna de ellas prepon-derara. Los que despertaban más recelos eranlos venecianos y el papa. Para contener a aqué-

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llos era necesaria una coalición de todas lasdemás potencias, como se hizo para la defensade Ferrara. Para contener al papa, bastaban losnobles romanos, que, divididos en dos faccio-nes, los Orsini y los Colonna, disputaban conti-nuamente y acudían a las armas a la vista mis-ma del pontifice, con lo cual la Santa Sede esta-ba siempre débil y vacilante. Y aunque algunavez surgiese un papa enérgico, como lo fueSixto, ni la suerte ni la experiencia pudieronservirle jamás de manera decisiva, a causa de labrevedad de su vida, pues los diez años que,como término medio, vive un papa bastabanapenas para debilitar una de las facciones. Y si,por ejemplo, un papa había casi conseguidoexterminar a los Colonna, resurgian éstos bajootro enemigo de los Orsini, a quienes tampocohabía tiempo para hacer desaparecer por com-pleto; por todo lo cual las fuerzas temporalesdel papa eran poco temidas en Italia. Vino porfin Alejandro VI y probó, como nunca lo habíaprobado ningún pontifice, de cuánto era capaz

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un papa con fuerzas y dinero; pues tomando alduque Valentino por instrurnento, y la llegadade los franceses como motivo, hizo todas esascosas que he contado al hablar sobre las activi-dades del duque. Y aunque su propósito no fueengrandecer a la Iglesia, sino al duque, no esmenos cierto que lo que realizó redundó enbeneficio de la Iglesia, la cual, después de sumuerte y de la del duque, fue heredera de susfatigas. Lo sucedió el papa Julio, quien, con unaIglesia engrandecida y dueña de toda la Roma-ña, con los nobles romanos dispersos por laspersecuciones de Alejandro, y abierto el caminopara procurarse dinero, cosa que nunca habíaocurrido antes de Alejandro, no sólo mantuvolas conquistas de su predecesor, sino que lasacrecentó; y después de proponerse la adquisi-ción de Bolonia, la ruina de los venecianos y laexpulsion de los franceses de Italia. lo llevó acabo con tanta más gloria cuando que lo hizopara engrandecer la Iglesia y no a ningún hom-bre. Dejó las facciones Orsini y Colonna en el

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mismo estado en que las encontró., y aunqueambas tuvieron jefes capaces de rebelarse, sequedaron quietas por dos razones: primero, porla grandeza de la Iglesia, que los atemorizaba, ydespués, por carecer de cardenales que perte-neciesen a sus partidos, origen siempre de dis-cordia entre ellos. Que de nuevo se repetirántoda vez que tengan cardenales que los repre-senten, pues éstos fomentan dentro y fuera deRoma la creación de partidos que los nobles deuna y otra familia se ven obligados a apoyar.Por lo cual cabe decir que las disensiones y dis-putas entre los nobles son originadas por laambición de los prelados. Ha hallado, pues, SuSantidad el papa León una Iglesia potentísima;y se puede esperar que asi como aquéllos lahicieron grande por las armas, éste la hará aúnmás poderosa y venerable por su bondad y susmil otras virtudes.

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Capitulo XIIDE LAS DISTINTAS CLASES DE MI-

LICIAS Y DE LOS SOLDADOS MERCE-NARIOS

Después de haber discurrido detalladamen-te sobre la naturaleza de los principados de loscuales me habia propuesto tratar, y de haberseñalado en parte las causas de su prosperidado ruina y los medios con que muchos quisieronadquirirlos y conservarlos, réstame ahorahablar de las formas de ataque y defensa quepueden ser necesarias en cada uno de los Esta-dos a que me he referido.

Ya he explicado antes cómo es preciso queun príncipe eche los cimientos de su poder,porque, de lo contrario, fracasaría inevitable-mente. Y los cimientos indispensables a todoslos Estados, nuevos, antiguos o mixtos, son lasbuenas leyes y las buenas tropas; y come aqué-llas nada pueden donde faltan éstas, y come allídonde hay buenas tropas por fuerza ha de

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haber buenas leyes, pasaré por alto las leyes yhablaré de las tropas.

Digo, pues, que las tropas con que un prín-cipe defiende sus Estados son propias, merce-narias, auxiliares o mixtas. Las mercenarias yauxiliares son inútiles y peligrosas; y el prínci-pe cuyo gobierno descanse en soldados merce-narios no estará nunca seguro ni tranquilo,porque están desunidos, porque son ambicio-sos, desleales, valientes entre los amigos, perocobardes cuando se encuentran frente a losenemigos; porque no tienen disciplina, comotienen temor de Dies ni buena fe con los hom-bres; de modo que no se difiere la ruina sinomientras se difiere la ruptura; y ya durante lapaz despojan a su príncipe tanto como los ene-migos durante la guerra, pues no tienen otroamor ni otro motivo que los lleve a la batallaque la paga del príncipe, la cual, por otra parte,no es suficiente para que deseen morir per él.Quieren ser sus soldados mientras el príncipeno hace la guerra; pero en cuanto la guerra so-

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breviene, o huyen o piden la baja. Poco me cos-taría probar esto, pues la ruina actual de Italiano ha sido causada sino por la confianza depo-sitada durante muchos años en las tropas mer-cenarias, que hicieron al principio, y gracias aciertos jefes, algunos progresos que les dieronfama de bravas; pero que demostraron lo quevalían en cuanto aparecieron a la vista ejércitosextranjeros. De tal suerte que Carlos, rey deFrancia, se apoderó de Italia con un trozo detiza. Y los que afirman que la culpa la teniannuestros pecados, decían la verdad, aunque nose trataba de los pecados que imaginaban, sinode los que he expuesto. Y como estos pecadoslos cometieron los príncipes, sobre ellos recayóel castigo.

Quiero dejar mejor demostrada la ineficaciade estos ejércitos. Los capitanes merecnarios oson hombres de mérito o no lo son; no se puedeconfiar en ellos si lo son porque aspiraránsiempre a forjar su propia grandeza, ya tratan-do de someter al príncipe su señor, ya tratando

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de oprimir a otros al margen de los designiosdel príncipe; y mucho menos si no lo son, puescon toda seguridad llevarán al príncipe a laruina Y a quien objetara que esto podría hacerlocualquiera, mercenario o no, replicaría con losiguiente: que un principado o una repúblicadeben tener sus milicias propias; que, en unprincipado. el píincipe debe dirigir las miliciasen persona y hacer el oficio de capitán; y en lasrepúblicas, un ciudadano; y si el ciudadanonombrado no es apto, se lo debe cambiar; y sies capaz para el puesto, sujetarlo por medio deleyes. La experiencia enseña que sólo los prín-cipes y repúblicas armadas pueden hacer gran-des progresos, y que las armas mercenarias sóloacarrean daños. Y es mas dificil que un ciuda-dano someta a una república que está armadacon armas propias que una armada con armasextranjeras.

Roma y Esparta se conservaron libres du-rante muchos siglos porque estaban armadas.Los suizos son muy libres porque disponen de

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armas propias. De las armas mercenaries de laantigüedad son un ejemplo los cartagineses, loscuales estuvieron a punto de ser sometidos porsus tropas mercenarias, después de la primeraguerra con los romanos, a pesar de que los car-tagineses tenían por jefes a sus mismos conciu-dadanos. Filipo de Macedonia, nombrado capi-tán de los tebanos a la muerte de Epaminondas,les quitó la libertad después de la victoria. Losmilaneses, muerto el duque Felipe, tomaron asueldo a Francisco Sforza para combatir a losvenecianos; y Sforza venció al enemigo en Ca-ravaggio y se alió después con él para sojuzgara los milaneses, sus amos. El padre de FranciscoSforza, estando at servicio de la reina Juana deNápoles, la abandonó inespera- damente; yella, al quedar sin tropas que la defendiesen, sevio obligada, para no perder el reino, a entre-garse en manos del rey de Aragón. Y si los flo-rentinos y venecianos extendieron sus domi-nios gracias a esas milicias, y si sus capitaneslos defendieron en vez de someterlos, se debe

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exclusivamente a la suerte; porque de aquelloscapitales a los que podían temer, unos no ven-cieron nunca, otros encontraron oposición y los(útimos orientaron sus ambiciones hacia otraparte. En el número de los primeros se contóJuan Aucut, cuya fidelidad mal podia conocer-se cuando nunca obtuvo una victoria., peronadie dejará de reconocer que, si hubiese triun-fado, quedaban los florentinos librados a sudiscreción. Francisco Sforza tuvo siempre poradversario a los Bracceschi, y se vigilaron mu-tuamente; al fin, Francisco volvió sus mirashacia la Lombardía, y Braccio hacia la Iglesia yel reino de Nápoles.

Pero atendamos a lo que ha sucedido hacepoco tiempo. Los florentinos nombraron capi-tán de sus milicias a Pablo Vitelli, varón muyprudente que, de condición modesta, habíallegado a adquirir gran fama. A haber tomado aPisa, los florentinos se hubiesen visto obligadosa sostenerlo, porque estaban perdidos si se pa-saba a los enemigos, y si hubieran querido que

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se quedara, habrían debido obedecerle. Si seconsideran los procedimientos de los venecia-nos, se verá que obraron con seguridad y gloriamientras hicieron la guerra con sus propiossoldados, lo que sucedió antes que tentaran lasuerte en tierra firme, cuando contaban connobles y plebeyos que defendían lo suyo; perobastó que empezaran a combatir en tierra firmepara que dejaran aquella virtud y adoptaran lascostumbres del resto de Italia. AI principio desus empresas por tierra firme, nada tenían quetemer de sus capitanes, asi por lo reducido delEstado como por la gran reputación de quegozaban; pero cuando bajo Carmagnola el terri-torio se fue ensanchando, notaron el error enque habian caído. Porque viendo que aquelhombre, cuya capacidad conocian después dehaber derrotado al duque de Milán, hacia laguerra con tanta tibieza, comprendieron que yanada podía esperarse de él, puesto que no loquería; y dado que no podian licenciarlo, puesperdían lo que habian conquistado, no les que-

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daba otro recurso, para vivir seguros, que ma-tarlo. Tuvieron luego por capitanes a Bartoloméde Bérgamo, a Roberto de San Severino, al con-de de Pitigliano y a otros de quienes no tenianque temer las victorias, sino las derrotas, comoles sucedió luego en Vaili, donde en un diaperdieron lo que con tanto esfuerzo habíanconquistado en ochocientos años. Porque estasmilicias, o traen lentas, tardías y mezquinasadquisiciones, o súbitas y fabulosas pérdidas.

Y ya que estos ejemplos me han conducidoa referirme a Italia, estudiemos la historia de lastropas mercenarias que durante tantos años lagobernaron, y remontámonos a los tiemposmás antiguos, para que, vistos su origen y susprogresos, puedan corregirse mejor los errores.

Es de saber que, en épocas no recientes,cuando el emperador empezo a ser arrojado deItalia y el poder temporal del papa acrecentar-se, Italia se dividió en gran número de Estados;porque muchas de las grandes ciudades toma-

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ron las armas contra sus señores, que, favoreci-dos antes por el emperador, las tenían avasa-lladas; y el papa, para beneficiarse, ayudó encuanto pudo a esas rebeliones. De donde Italiapasó casi por entero a las manos de la Iglesia yde varias repúblicas -pues algunas de las ciu-dades ha- bían nombrado príncipes a sus ciu-dadanos--; y como estos sacerdotes y estos ciu-dadanos no conocían el arte de la guerra, em-pezaron a tomar extranjeros a sueldo. El prime-ro que dio reputación a estas milicias fue Albe-rico de Conio, de la Romaña, a cuya escuelapertenceen, entre otros, Braccio y Sforza, que ensus tiempos fueron árbitros de Italia. Tras ellosvinieron todos los que hasta nuestros tiemposhan dirigido esas tropas. Y el resultado de suvirtud lo hallamos en esto: que Italia fue reco-rrida libremente por Carlos, saqueada por Luis,violada por Fernando e insultada por los sui-zos. El. método que estos capitanes siguieronpara adquirir reputación fue primero el de qui-tarle importancia a la infantería. Y lo hicieron

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porque, no poseyendo tierras y teniendo quevivir de su industria, con pocos infantes nopedían imponerse y les era impossible alimen-tar a muchos, mientras que, con un númeroreducido de jinetes, se veían honrados sin quefuese un problema el proveer a su sustentación.Las cosas habian llegado a tal extremo, que enun ejército de veinte mil hombres no había dosmil infantes. Por otra parte, se habían ingenia-do para ahorrarse y ahorar a sus soldados lafatiga y el miedo con la consigna de no mataren las refriegas, sino tomar prisioneros, sin de-gollarlos. No asaltaban de noche las ciudades,ni los carnpesinos atacaban las tiendas; no le-vantaban empalizadas ni abrían fosos alrede-dor del campamento, ni vivían en él durante elinvierno. Todas estas cosas, permitidas por suscódigos militares, las inventaron ellos, como hedicho, para evitarse fatigas y peligros. Y conellas condujeron a Italia a la esclavitud y a ladeshonra.

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Capitulo XIIIDE LOS SOLDADOS AUXILIARES,

MIXTOS Y PROPIOSLas tropas auxiliares, otras de las tropas in-

útiles de que he hablado, son aquellas que sepiden a un principe poderoso para que nossocorra y defienda, tal como hizo en estos últi-mos tiempos el papa Julio, cuando, a raiz delpobre papel que le tocó representar con sustropas mercenarias en la empresa de Ferrara,tuvo que acudir a las auxiliares y convenir conFernando, rey de España, que éste iría en suayuda con sus ejércitos. Estas tropas pueden serútiles y buenas para sus amos, pero para quienlas ]lama son casi siem- pre funestas; pues sipierden, queda derrotado, y si gana, se convier-te en su prisionero. Y aunque las historias anti-guas están llenas de estos ejemplos, quiero, sinembargo, de- tenerme en el caso reciente deJulio II, que no pudo haber cometido impru-dencia mayor para conquistar a Ferrera que elentregarse por completo en manos de un ex-

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tranjero. Pero su buena estrella hizo surgir unatereera causa, que, de lo contrario, hubiera pa-gado las consecuencias de su mala elección.Porque derrotados sus auxiliares en Ravena,aparecieron los suizos, que, contra la opiniónde todo el mundo, incluso la suya, pusieron enfuga a los vencedores, de modo que no quedóprisionero de los enemigos, que habían huido,ni de los auxiliares, ya que habia triunfado conotras tropas. Los florentinos, que carecían deejércitos propios, traieron diez mil francesespara conquistar a Pisa; y esta resolución leshizo correr más peligros de los que corrierannunca en ninguna época. El emperador deConstantinopla, para ayudar a sus vecinos, pu-so en Grecia diez mil turcos, los cuales, una vezconcluida la guerra, se negaron a volver a supatria; de donde empezó la servidumbre deGrecia bajo el yugo de los infieles.

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Se concluye de esto que todo el que noquiera vencer no tiene más que servirse de esastropas, muchísimo más peligrosas que las mer-cenarias, porque están perfectamente unidas yobedecen elegamente a sus jefes, con lo cual laruina es inmediata; mientras que las mercena-rias, para someter al príncipe, una vez que hantriunfado, necesitan esperar tiempo y ocasión,pues no constituyen un cuerpo unido y, porañadidura, están a sueldo del príncipe. En ellas,un tercero a quien el principe haya hecho jefeno puede cobrar en seguida tanta autoridadcomo para perjudicario. En suma, en las tropasmercenarias hay que temer sobre todo las de-rrotas; en las auxiliares, los triunfos.

Por ello, todo príncipe prudente ha des-echado estas tropas y se ha refugiado en laspropias, y ha preferido perder con las suyas avencer con las otras, considerando que no esvictoria verdadera la que se obtiene con armasajenas. No me cansaré nunca de elogiar a CésarBorgia y su conducta. Empezó el duque por

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invadir la Romaña con tropas auxiliares, todossoldados franceses, y con ellas tomó a Imola yForli. Pero no pareciéndoles seguras, se volvióa las mercenarias, según él menos peligrosas; ytomó a sueldo a los Orsini y los Vitelli. Por úl-timo, al notar que también éstas eran inseguras,infieles y peligrosas, las disolvió y recurrió a laspropias. Y de la diferencia que hay entre esasdistintas milicias se puede formar una ideaconsiderando la autoridad que tenía el duquecuando sólo contaba con los franceses y cuandose apoyaba en los Orsini y Vitelli, y la que tuvocuando se quedó con sus soldados y descansóen sí mismo: que era, sin duda alguna, muchomayor, porque nunca fue tan respetado comocuando se vio que era cl único amo de sus tro-pas.

Me habia propuesto no salir de los ejemplositalianos y recientes; pero no quiero olvidarmede Hierón de Siracusa, ya que en otra parte lohe citado. Convertido, como expliqué, en jefede los ejércitos de Siracusa, advirtió en seguida

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de la inutilidad de las milicias mercenarias,cuyos jefes tenían los mismos defectos quenuestros italianos; y como no creía convenienteconservarlas ni licenciarlas, eliminó a sus jefes.E hizo la guerra con sus tropas y no con lasajenas. Quiero también recordar un episodiodel Viejo Testamento que viene muy al caso.Ofreciéndose David a Saúl para combatir a Go-liat, provocador filisteo, Saúl, para darle valor,lo armó con sus armas; pero una vez que se viocargado con éstas, David las rechazó, diciendoque con ellas no podría sacar partido de símismo y que prefería ir al encuentro del ene-migo con su honda y su cuchillo.

En fin, sucede siempre que las armas ajenaso se caen de los hombros del príncipe, o le pe-san, o le oprimen. Carlos VII, padre del rey LuisXI, una vez que con su fortuna y valor liberó aFrancia de los ingleses, conoció esta necesidadde armarse con sus propias armas y ordenó ensu reino la creación de milicias de caballería einfantería. Después, el rey Luis, su hijo, disolvió

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las de infantería y empezó a tomar a sueldo asuizos, error que, renovado por otros, es, comoahora se ve, el motivo de los males de aquelreino. Porque al acreditar a los suizos, desacre-ditó todas sus armas, ya que hizo desaparecerla infantería y depender la caballería de las tro-pas ajenas. Acostumbrada ésta a ir a la guerraen compañía de los suizos, no cree poder ven-cer sin ellos. Lo cual explica que los francesesno puedan contra los suizos, y que sin los sui-zos no se atrevan a enfrentar a otros. Los ejérci-tos de Francia son, pues, mixtos, dado que secomponen de tropas mercenarias y propias; y,en su conjunto, son mucho mejores que las mi-licias exclusivamente mercenarias o exclusiva-mente auxiliares, pero muy inferiores a las pro-pias. Bastará el ejemplo citado para hacer com-prender que el reino de Francia sería hoy in-vencible si se hubiese respetado la disposiciónde Carlos; pero la escasa perspicacia de loshombres hace que comiencen algo que parecebueno por el hecho de que no manifiesta el ve-

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neno que esconde debajo, como he dicho quesucede con la tisis.

Por lo tanto, aquel que en un principado nodescubre los males sino una vez nacidos, no esverdaderamente sabio; pero ésta es virtud quetienen pocos. Si se examinan las causas de ladecadencia del Imperio Romano, se advierteque la principal estribó en empezar a tomar asueldo a los godos, pues desde entonces lasfuerzas del imperio fueron debilitádose, y todala virtud que ellas perdían la adquirian losotros.

Concluyo, pues, que sin milicias propias nohay principado seguro; más aún: está por corn-pleto en manos del azar, al carecer de mediosde defensa contra la adversidad. Que fue siem-pre opinión y creencia de los hombres pruden-tes “quod nihil sit tam infirmum aut instabile,quam: fama potentiae non sua vi nixa” Y miliciaspropias son las compuestas, o por súbditos, opor ciudadanos, o por servidores del príncipe.

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Y no será difícil rodearse de ellas si se siguenlos ejemplos de los cuatro a quienes he citado, yse examina la forma en que Filipo, padre deAlejandro Magno, y muchas repúblicas y prín-cipes organizaron sus tropas. Conducta a lacual me remito por entero.

Capitulo XIVDE LOS DEBERES DE UN PRINCIPE

PARA CON LA MILICIAUn príncipe no debe tener otro objeto ni

pensamiento ni preocuparse de cosa algunafuera del arte de la guerra y lo que a su orden ydisciplina corresponde, pues es lo único quecompete a quien manda. Y su virtud es tanta,que no sólo conserva en su puesto a los que hannacido príncipes, sino que muchas veces elevaa esta dignidad a hombres de concidión modes-ta; mientras que, por el contrario ha, hechoperder el Estado a príncipes que han pensadomás en las diversiones que en las armas. Pues

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la razón principal de la pérdida de un Estado sehalla siempre en el olvido de este arte, en tantoque la condi- ción primera para adquiririo es lade ser experto en él.

Francisco Sforza, por medio de las armas,llegó a ser duque de Milán, de simple ciudada-no que era; y sus hijos, por escapar a las inco-modidades de las armas, de duques pasaron aser simples ciudadanos. Aparte de otros malesque trae, el estar desarmado hace despreciable,verguenza que debe evitarse por lo que luegoexplicaré. Porque entre uno armado y otro des-armado no hay comparación posible, y no esrazonable que quien esté armado obedezca debuen grado a quien no lo está, y que el principedesarmado se sienta seguro entre servidoresarmados, porque, desdeñoso uno y desconfiadoel otro, no es posible que marchen de acuerdo.Por todo ello, un príncipe que, aparte de otrasdesgracias, no entienda de cosas militares, nopuede ser estimado por sus soldados ni puedeconfiar en ellos.

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En consecuencia, un príncipe jamás debedejar de ocuparse del arte militar, y durante lostiempos de paz debe ejercitarse más que en losde guerra; lo cual puede hacer de dos modos:con la acción y con el estudio. En lo que atañe ala acción, debe, además de ejercitar y tener bienorganizadas sus tropas, dedicarse constante-mente a la caza con el doble objeto de acostum-brar el cuerpo a las fatigas y de conocer la natu-raleza de los terrenos, la altitud de las monta-ñas, la entrada de les valles, la situación de lasllanuras, cl curso de los rios y la extensión delos pantanos. En esto último pondrá muchísimaseriedad, pues tal estudio presta dos utilidades:primero, se aprende a conocer la región dondese vive y a defenderla mejor; después, en virtuddel conocimiento práctico de una comarca, sehace más fácil el conocimiento de otra dondesea necesario actuar, porque las colinas, losvalles, las llanuras, los ríos y los pantanos quehay, por ejemplo, en Toscana, tienen cierta si-militud con los de las otras provincias, de ma-

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nera que el conocimiento de los terrenos de unaprovincia sirve para el de las otras. El príncipeque carezca de esta pericia carece de la primeracualidad que distingue a un capitán, pues talcondición es la que enseña a dar con el enemi-go, a tomar los alojamientos, a conducir losejércitos, a preparar un plan de batalla y a ata-car con ventaja.

Filopémenes, príncipe de los aqueos, tenía,entre otros méritos que los historiadores le con-cedieron, el de que en los tiempos de paz nopensaba sino en las cosas que incumben a laguerra; y cuando iba de paseo por la campaña,a menudo se detenía y discurría así con losamigo “Si el enemigo estuviese en aquella coli-na y nosotros nos encontráemos aqui con nues-tro ejército, ¿de quién sería la ventaja? ¿Cómopodríamos ir a su encuentro, conservando elorden? Si quisiéramos retirarnos, ¿cómo debe-ríamos proceder? ¿Y cómo los perseguiríamos,si los que se retirasen fueran ellos?” Y les pro-ponía, mientras caminaba, todos los casos que

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pueden presentársele a un ejército; escuchabasus opiniones, emitía la suya y la justificaba. Ygracias a este continuo razonar, nunca, mien-tras guió sus ejércitos, pudo surgir accidentealguno para el que no tuviese remedio previsto.

En cuanto al ejercicio de la mente, el prínci-pe debe estudiar la Historia, examinar las ac-ciones de los hombres ilustres, ver cómo se hanconducido en la guerra, analizar el por qué desus victorias y derrotas para evitar éstas y tratarde lograr aquéllas; y sobre todo hacer lo quehan hecho en el pasado algunos hombres egre-gios que, tomando a los otros por modelos,tenían siempre presentes sus hechos más cele-brados. Corno se dice que Alejandro Magnohacia con Aquiles, César con Alejandro, Esci-pión con Ciro. Quien lea la vida do Ciro, escritapor Jenofonte, reconocerá en la vida de Esci-pión la gloria que le reportó el imitarlo, y cómo,en lo que se refiere a castidad, afabilidad, cle-mencia y liberalidad, Escipión se ciñó por com-pleto a lo que Jenofonte escribió de Ciro. Esta es

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la conducta que debe observar un príncipeprudente: no permanecer inactivo nunca en lostiempos de paz, sino, por cl contrario, haceracopio de enseñanzas para valerse de ellas en laadversidad, a fin de que, si la fortuna cambia,lo halle preparado para reisitirle.

Capitulo XVDE AQUELLAS COSAS POR LAS

CUALES LOS HOMBRES Y ESPECIAL-MENTE LOS PRINCIPES, SON ALABA-DOS O CENSURADOS

Queda ahora por analizar cómo debe com-portarse un príncipe en el trato con súbditos yamigos. Y porque sé que muchos han escritosobre el tema, me pregunto, al escribir ahorayo, si no seré tachado de presuntuoso, sobretodo al comprobar que en esta materia me apar-to de sus opiniones. Pero siendo mi propósitoescribir cosa útil para quien la entiende, me haparecido más conveniente ir tras la verdad efec-

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tiva de la cosa que tras su apariencia. Porquemuchos se han imaginado como existentes deveras a repúblicas y principados que nunca hansido vistos ni conocidos; porque hay tanta dife-rencia entre cómo se vive y cómo se deberíavivir, que aquel que deja lo que se hace por loque debería hacerse marcha a su ruina en vezde beneficiarse., pues un hombre que en todaspartes quiera hacer profesión de bueno es in-evitable que se pierda entre tantos que no loson. Por lo cual es necesario que todo príncipeque quiera mantenerse aprenda a no ser bueno,y a practicarlo o no de acuerdo con la necesi-dad.

Dejando, pues, a un lado las fantasías, ypreocupándonos sólo de las cosas reales, digoque todos los hombres, cuando se habla deellos, y en particular los príncipes, por ocuparposiciones más elevadas, son iuzgados por al-gunas de estas cualidades que les valen o cen-sura o elogio. Uno es llamado pródigo, otrotacaño (y empleo un término toscano, porque

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“avaro”, en nuestra lengua, es tarnbién el quetiende a enriquecerse por medio de la rapiña,mientras que llamamos “tacaño” al que se abs-tiene demasiado de gastar lo suyo); uno es con-siderado dadivoso, otro rapaz; uno cruel, otroclemente; uno traidor, otro leal; uno afeminadoy pusilánime, otro decidido y animoso; unohumano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto;uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil;uno grave, otro. frívolo; uno religioso, otro in-crédulo, y así sucesivamente. Sé que no habríanadie que no opinase que sería cosa muy loableque, de entre todas las cualidades nombradas,un príncipe poseyese las que son consideradasbuenas; pero como no es posible poseerlas to-das, ni observarlas siempre, porque la naturale-za humana no lo consiente, le es preciso ser tancuerdo que sepa evitar la vergüenza de aque-llas que le significarían la pérdida del Estado,y, sí puede, aun de las que no se lo harían per-der; pero si no puede no debe preocuparse grancosa, y mucho menos de incurrir en la infamia

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de vicios sin los cuales difícilmente podría sal-var el Estado, porque si conside- ramos estocon frialdad, hallaremos que, a veces, lo queparece virtud es causa de ruina, y lo que parecevicio sólo acaba por traer el bienestar y la segu-ridad.

Capitulo XVIDE LA PRODIGALIDAD Y DE LA

AVARICIAEmpezando por las primeras de las cuali-

dades nombradas, digo que estaría bien sertenido por pródigo. Sin embargo, la prodigali-dad, practicada de manera que se sepa que unoes pródigo, perjudica; y por otra parte, si se lapractica virtuosamente y tal como se la debepracticar, la prodigalidad no será conocida y secreerá que existe el vicio contrario. Pero comoel que quiere conseguir fama de pródigo entrelos hombres no puede pasar por alto ningunaclase de lujos, sucederá siempre que un prínci-

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pe así acostumbrado a proceder consumirá entales obras todas sus riquezas y se verá obliga-do, a la postre, si desea conservar su reputa-ción, a imponer excesivos tributos, a ser riguro-so en el cobro y a hacer todas las cosas que hayque hacer para procurarse dinero. Lo cual em-pezará a tornarle odioso a los ojos de sus súbdi-tos, y nadie lo estimará, ya que se habrá vueltopobre. Y como con su prodigalidad ha perjudi-cado a muchos y beneficiado a pocos, se resen-tirá al printer inconveniente y peligrará al me-nor riesgo. Y si entonces advierte su falla yquiere cambiar de conducta, sera tachado detacaño.

Ya que un príncipe no puede practicar pú-blicamente esta virtud sin que se perjudique,convendrá, si es sensato, que no se preocupe sies tildado de tacaño; porque, con el tiempo, alver que con su avaricia le bastan las entradaspara defenderse de quien le hace la guerra, ypuede acometer nuevas empresas sin gravar alpueblo, será tenido siempre por más pródigo,

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pues practica la generosidad con todos aquellosa quienes no quita, que son innumerables, y laavaricia con todos aquellos a quienes no da,que son pocos.

En nuestros tiempos sólo hemos visto hacergrandes cosas a los hom bres considerados ta-caños; los demás siempre han fracasado. Elpapa Julio II, después de servirse del nombredo pródigo para llegar at Pontificado, no secuidó a fin de poder hacer la guerra, de conser-ver semejante fama. El actual rey de Francia hasostenido tantas guerras sin imponer tributosextraordinarios a sus súbditos porque, con suextremada economía, proveyó a los superfluos.El actual rey España, si hubiera sido espléndi-do, no habría realizado ni vencido en tantasempresas.

En consecuencia, un príncipe debe repararpoco --con tal de que ello le permita defender-se, no robar a los súbditos, no volverse pobre ydespreciable, no mostrarse expoliador--en incu-

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rrir en el vicio de tacaño; porque éste es uno delos vicios que hacen posible reinar. Y si alguiendijese: “Gracias a su prodigalidad, César llegóal imperio, y muchos otros, por haber sido yhaberse ganado fama de pródigos, escalaronaltisimas posiciones”, contestaria: “O ya erespríncipe, o estas en camino de serlo; en el pri-mer caso, la liberalidad es perniciosa; en el se-gundo, necesaria. Y César era uno do los quequerían llegar at principado de Roma; pero sidespués de lograrlo hubiese sobrevivido y noso hubiera moderado en los gastos, habría lle-vado el imperio a la ruina”. Y si alguien repli-case: “Ha habido muchos príncipes, reputadospor liberalísimos, que hicieron grandes cosascon las armas” diría yo: “O el píincipe gasta losuyo y lo de los subditos, o gasta lo ajeno; en elprimer caso debe ser medido, en el otro, nodebe cuidarse del despilfarro. Porque el prínci-pe que va con sus ejércitos y que vive del botín,de los saqueos y de las contribuciones, necesitaeo esa esplendidez a costa de los enemigos, ya

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que de otra manera los soldados no lo seguirí-an. Con aquello que no es del príncipe ni de sussúbditos se puede ser extremadamente genero-so, como lo fueron Ciro, César y Alejandro;porque el derrochar lo ajeno, antes concede quequita reputación; sólo el gastar lo de uno perju-dica. No hay cosa que se consuma tanto a símisma como la prodigalidad, pues cuanto másse la practica más se pierde la facultad de prac-ticarla; y se vuelve el príncipe pobre y despre-ciable, o, si quiere escapar de la pobreza, expo-liador y odioso. Y si hay algo que deba evitarse,es el ser despreciado y odioso, y a ambas cosaconduce la prodigalidad. Por lo tánto, es másprudente contentarse con el tilde de tacaño queimplica una verguenza sin odio, que, por ganarfama de pródigo, incurrir en el de expoliador,que implica una vergilenza con odio.

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Capitulo XVIIDE LA CRUELDAD Y LA CLEMEN-

CIA; Y SI ES MEJOR SER AMADO QUETEMIDO, O SER TEMIDO QUE AMADO

Paso a las otras cualidades ya cimentadas ydeclaro que todos los príncipes deben desearser tenidos por clementes y no por crueles. Y,sin embargo, deben cuidarse de emplear malesta clemencia, César Borgia era consideradocruel, pese a lo cual fue su crueldad la que im-puso el orden en la Romaña, la que logró suunión y la que la volvió a la paz y a la fe. Que,si se examina bien, se verá que Borgia fue mu-cho más clemente que el pueblo florentino, quepara evitar ser tachado de cruel, dejó destruir aPistoya. Por lo tanto, un príncipe no debe pre-ocuparse porque lo acusen de cruel, siempre ycuando su crueldad tenga por objeto el mante-ner unidos y fieles a los súbditos; porque conpocos castigos ejemplares será más clementeque aquellos que, por excesiva clemencia, dejanmultiplicar los desórdenes, causas de matanzas

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y saqueos que perjudican a toda una población,mientras que las medidas extremas adoptadaspor cl príncipe sólo van en contra de uno. Y essobre todo un príncipe nuevo el que no debeevitar los actos de crueldad, pues toda nuevadominación trae consigo infinidad de peligros.Asi se explica que Virgilio ponga en boca deDido:

Res dura et regni novitas me talia (cogunt

Moliri, et late fines custode tueri.

Sin embargo, debe ser cauto en el creer y elobrar, no tener miedo de sí mismo y procedercon moderación, prudencia y humanidad, demodo que una excesiva confianza no lo vuelvaimprudente, y una desconfianza exagerada,intolerable.

Surge de esto una cuestión: si vale más seramado que temido, o temido que amado. Nadamejor que ser ambas cosas a la vez; pero puestoque es difícil reunirlas y que siempre ha de fal-

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tar una, declaro que es más seguro ser temidoque amado. Porque de la generalidad de loshombres se puede decir esto: que son ingratos,volubles, simuladores, cobardes ante el peligroy ávidos de lucro. Mientras les haces bien, soncompletamente tuyos: te ofrecen su sangre, susbienes, su vida y sus hijos, pues --- como antesexpliqué ---ninguna necesidad tienes de ello;pero cuando la necesidad se presenta se rebe-lan. Y el príncipe que ha descansado por enteroen su palabra va a la ruina al no haber tomadootras providencias; porque las amistades que seadquieren con el dinero y no con !a altura ynobleza de alma son amistades merecidas, perode las cuales no se dispone, y llegada la opor-tunidad no se las puede utilizar. Y los hombrestienen menos cuidado en ofender a uno que sehaga amar que a uno que se haga temer; por-que el amor es un vínculo de gratitud que loshombres, perversos por naturaleza, rompencada vez que pueden beneficiarse; pero el te-mor es miedo al castigo que no se pierde nunca.

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No obstante lo cual, el príncipe debe hacersetemer de modo que, si no se granjea el amor,evite el odio, pues no es impossible ser a la veztemido y no odiado; y para ello bastará que seabstenga de apoderarse de los bienes y de lasmujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que noproceda contra la vida de alguien sino cuandohay justificación conveniente y motivo mani-fiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienesajenos, porque los hombres olvidan antes lamuerte del padre que la pérdida del patrimo-nio. Luego, nunca faltan excusas para despojara los demás de sus bienes, y el que empieza avivir de la rapiña siempre encuentra pretextospara apoderarse de lo ajeno, y, por el contrario,para quitar la vida, son más raros y desapares-can con más rapidez.

Pero cuando cl principe está al frente de susejércitos y tiene que gobernar a miles de solda-dos, es absolutamente necesario que no se pre-ocupe si merece fama de cruel, porque sin estafama jamás podrá tenerse ejército alguno unido

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y dispuesto a la lucha. Entre las infinitas cosasadmirables de Aníbal se cita la de que, aunquecontaba con un ejército grandísimo, formadopor hombres de todas las razas a los que llevó acombatir en tierras extranjeras, jamás surgiódiscordia alguna entre ellos ni contra el prínci-pe, asi en la mala como en la buena fortuna. Yesto no podía deberse sino a su crueldad in-humana, que, unida a sus muchas otras virtu-des, lo hacía venerable y terrible en el conceptode los soldados; que, sin aquélla, todas las de-más no le habrían bastado para ganarse esterespeto. Los historiadores poco reflexivos ad-miran, por una parte, semejante orden, y, por laotra, censuran su razón principal. Que si esverdad o no que las demás virtudes no lehabrían bastado puede verse en Escipión ---hombre de condiciones poco comunes, no sólodentro de su boca, sino dentro de toda la histo-ria de la humanidad---, cuyos ejércitos se rebe-laron en España. Lo cual se produjo por culpade su excesiva clemencia, que había dado a sus

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soldados más licencia de la que a la disciplinamilitar convenía. Falta que Fabio Máxirno lereprochó en el Senado, llamándolo corruptorde la milicia romana. Los locrios, habiendo sidoultrajados por un enviado de Escipión, no fue-ron desagraviados por éste ni la insolencia delprimero fue castigada naciendo todo de aquelsu blando carácter. Y a tal extrerno, que alguienque lo quiso justificar ante el Senado dijo quepertenecía a la clase de hombres que saben me-jor no equivocarse que enmendar las equivoca-ciones ajenas. Este carácter, con el tiempohabría acabado por empañar su fama y suhonor, a haber llegado Escipión al mando abso-luto; pero como estaba bajo las órdenes del Se-nado, no sólo quedó escondida esta mala cuali-dad suya, sino que se convirtió en su gloria.

Volviendo a la cuestión de ser amado o te-mido, concluyo que, como cl amar depende dela voluntad de los hombres y el temer de lavoluntad del príncipe, un príncipe prudentedebe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero,

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como he dicho, tratando siempre de evitar elodio.

Capitulo XVIIIDE QUE MODO LOS PRINCIPES DE-

BEN CUMPLIR SUS PROMESASNadie deja de comprender cuán digno de

alabanza es cl principe que cumple la palabradada, que obra con rectitud y no con doblez;pero la experiencia nos demuestra, por lo quesucede en nuestros tiempos, que son precisa-mente los príncipes que han hecho menos casode la fe jurada, envuelto a los demás con suastucia y reido de los que han confiado en sulealtad, los únicos que han realizado grandesempresas.

Digamos primero que hay dos maneras decombatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza.La primera es distintiva del hombre; la segun-da, de la bestia. Pero como a menudo la prime-ra no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un

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príncipe debe saber entonces comportarse co-mo bestia y como hombre. Esto es lo que losantiguos escritores enseñaron a los príncipes deun modo velado cuando dijeron que Aquiles ymuchos otros de los príncipes antiguos fueronconfiados al centauro Quirón para que los cria-ra y educase. Lo cual significa que, como elpreceptor es mitad bestia y mitad hombre, unpríncipe debe saber emplear las cualidades deambas naturalezas, y que una no puede durarmucho tiempo sin la otra.

De manera que, ya que se ve obligado acomportarse como bestia, conviene que el prín-cipe se transforma en zorro y en león, porque el1eón no sabe protegerse de las trampas ni elzorro protegerse de los lobos. Hay, pues, queser zorro para conocer las trampas y 1eón paraespantar a los lobos. Los que sólo se sirven delas cualidades del 1eón demuestran poca expe-riencia. Por lo tanto, un príncipe prudente nodebe observar la fe jurada cuando semejanteobservancia vaya en contra de sus intereses y

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cuando hayan desaparecido las razones que lehicieron prometer. Si los hombres fuesen todosbuenos, este precepto no sería bueno; pero co-mo son perversos, y no la observarían contigo,tampoco tú debes observarla con ellos. Nuncafaltaron a un príncipe razones legitimas paradisfrazar la inobservancia. Se podrían citar in-numerables ejemplos modernos de tratados depaz y promesas vueltos inútiles por la infideli-dad de los príncipes. Que el que mejor ha sabi-do ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay quesaber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y endisimular. Los hombres son tan simples y de talmanera obedecen a las necesidades del momen-to, que aquel que engaña encontrará siemprequien se deje engañar.

No quiero callar uno de los ejemplos con-temporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensóen otra cosa que en engañar a los hombres, ysiempre halló oportunidad para hacerlo. Jamáshubo hombre que prometiese con mis despar-pajo ni que hiciera tantos juramentos sin cum-

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plir ninguno; y, sin embargo, los engañossiempre le salieron a pedir de boca, porqueconocía bien esta parte del mundo.

No es preciso que un príncipe posea todaslas virtudes citadas, pero es indispensable queaparente poseerlas. Y hasta me atreveré a deciresto: que el tenerlas y practicarlas siempre esperjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Estábien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto yreligioso, y asimismo serlo efectivamente; perose debe estar dispuesto a irse al otro extremo siello fuera necesario. Y ha de tenerse presenteque un príncipe, y sobre todo un príncipe nue-vo, no puede observar todas las cosas gracias alas cuales los hombres son considerados bue-nos, porque, a menudo, para conservarse en elpoder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, lacaridad, la humanidad y la religión. Es preciso,pues, que tenga una inteligencia capaz de adap-tarse a todas las circunstancias, y que, como hedicho antes, no se aparte del bien mientras

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pueda, pero que, en caso de necesidad, no titu-bee en entrar en el mal.

Por todo esto un príncipe debe tener mu-chísimo cuidado de que no le brote nunca delos labios algo que no esté empapado de lascinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oirlo,parezea la clemencia, la fe, la rectitud y la reli-gión mismas, sobre todo esta útima. Pues loshombres, en general, juzgan más con los ojosque con las manos, porque todos pueden ver,pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser,mas pocos saben lo que eres; y estos pocos nose atreven a oponerse a la opinión de la mayo-ría, que se escuda detrás de la majestad del Es-tado. Y en las acciones de los hombres, y parti-cularmente de los príncipes, donde no hay ape-lación posible, se atiende a los resultados. Trate,pues, un príncipe de vencer y conserver el Es-tado, que los medios siempre serán honorablesy loados por todos; porque cl vulgo se deja en-gañar por las apariencias y por el éxito; y en elmundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no

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cuentan sino cuando las mayorias no tienendonde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos,a quien no es oportuno nombrar, jamás predicaotra cosa que concordia y buena fe; y es enerni-go acérrimo de ambas, ya que, si las hubieseobservado, habría perdido más de una vez lafama y las tierras.

Capitulo XIXDE QUE MODO DEBE EVITARSE

SER DESPRECIADO Y ODIADOComo de entre las cualidades mencionadas

ya hablé de las mis importantes, quiero ahora,bajo este titulo general, referirme brevemente alas otras. Trate el príncipe de huir de las cosasque lo hagan odioso o despreciable, y una vezlogrado, habrá cumplido con su deber y notendrá nada que temer de los otros vicios. Haceodioso, sobre todo, como ya he dicho antes, elser expoliador y el apoderarse de los bienes yde las mujeres de los súbditos, de todo lo cual

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convendrá abstenerse. Porque la mayoría de loshornbres, mientras no se ven privados de susbienes y de su honor, viven contentos; y elpríncipe queda libre para combatir la ambiciónde los menos que puede cortar fácilmente y demil maneras distintas. Hace despreciable el serconsiderado voluble, frívolo, afeminado, pusi-lánime e irresoluto, defectos de los cuales debealejarse como una nave de un escollo, e inge-niarse para que en sus actos se reconozca gran-deza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respec-to a los asuntos privados de los súbditos, debeprocurar que sus fallos sean irrevocables y em-peñarse en adquirir tal autoridad que nadiepiense en engañarlo ni envolverlo con intrigas.

El príncipe que conquista semejante autori-dad es siempre respetado, pues difícilmente seconspira contra quien, por ser respetado, tienenecesariamente ser bueno y querido por lossuyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: enel interior, que se le subleven los súbditos; en elexterior, que le ataquen. Las potencias extranje-

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ras. De éstas se, defenderá con buenas armas ybuenas alianzas, y siempre tendrá buenasalianzas el que tenga buenas armas, así comosiempre en el interior estarán seguras las cosascuando lo estén on el exterior, a menos que nohubiesen sido previamente perturbadas poruna conspiración. Y aun cuando los enemigosde afuera amenazasen, si ha vivido como heaconscejado y no pierda la presencia de espíri-tu resistirá todos los ataques, como he aconse-jado que hizo el espartano Nabis. En lo que serefiere a los súbditos, y a pesar de que no existaamenaza extranjera alguna, ha de cuidar que noconspiren secretamente; pero de este peligropuede asegurarse evitando que lo odien o lodesprecien y, como ya antes he repetido, em-peñandose por todos los medios en tener satis-fecho al pueblo. Porque el no ser odiado por elpueblo es uno de los remedios más eficaces deque dispone un príncipe contra las conjuracio-nes. El conspirador siempre cree que el puebloquedará contento con la muerte del príncipe, y

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jamás, si sospecha que se producirá el efectocontrario, se decide a tomar semejante partido,pues son infinitos los peligros que corre el queconspira. La experiencia nos demuestra quehubo muchísimas conspiraciones y que muypocas tuvieron éxito. Porque el que conspira nopuede obrar solo ni buscar la complicidad delos que no cree descontentos; y no hay descon-tento que no se regocije en cuanto le hayas con-fesado tus propósitos, porque de la revelaciónde tu secreto puede esperar toda clase de bene-ficios; es preciso que, sea muy amigo tuyo oenconado enemigo del príncipe para que, alhallar en una parte ganancias seguras y en laotra dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Ypara reducir el problema a, sus últimos térmi-nos, declaro que de parte del conspirador sólohay recelos, sospechas y temor al castigo, mien-tras que el príncipe cuenta con la majestad delpríncipado, con las leyes y con la ayuda de losamigos, de tal manera que, si se ha granjeado lasimpatía popular, es imposible que haya al-

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guien que sea tan temerario como para conspi-rar. Pues si un conspirador está por lo comúnrodeado de peligros antes de consumar elhecho, lo estará aún más después de ejecutarlo,porque no encontrará amparo en ningunaparte.

Sobre este particular podrían citarse innu-merables ejemplos; pero me daré por satisfechocon mencionar uno que pertenece a la época denuestros padres. Micer Aníbal Bentivoglio,abuelo del actual micer Aníbal, que era prínci-pe de Bolonia, fue asesinado por los Canneschi,que se había conjurado contra él, no quedandode los suyos más que micer Juan, que era unacriatura. Inmediatamente después de somejantecrimen so sublevó el pueblo y exterminó a to-dos los Canneschi. Esto nace de la simpatia,popular que la casa de los Bentivoglio tenía enaquellos tiempos, y que fue tan grande que, noquedando de ella nadie en Bolonia que pudiese,muerto Aníbal, regir el Estado, y habiendo ini-cios de que en Florencia existía un descendiente

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de los Bentivoglio, que se consideraba hastaentonces hijo de cerrajero, vinieron los boloñe-ses en su busca a Florencia y le entregaron elgobierno de aquella ciudad la que fue goberna-da por él hasta que micer Juan hubo llegado auna edad adecuada par asumir el mando.

Llego, pues, a la conclusión de que un prín-cipe, cuando es apreciado por el pueblo, debecuidarse muy poco de las conspiraciones; peroque debe temer todo y a todos cuando lo tienenpor enemigo y es aborrecido por él. Los Estadosbien organizados y los príncipes sabios siemprehan procurado no exasperar a los nobles y, a lavez, tener satisfecho y contento al pueblo. Eséste uno de los puntos a que más debe atenderun príncipe.

En la actualidad, entre los reinos bien orga-nizados, cabe nombrar el de Francia, que cuen-ta con muchas instituciones buenas que están alservicio de la libertad y de la seguridad del rey,de las cuales la primera es el Parlamento. Como

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el que organizó este reino conocía, por una par-te, la ambición y la violencia de los poderosos yla necesidad de tenerlos como de una bridapara corregirlos y, por la otra, el odio a los no-bles que el temor hacía nacer en el pueblo ---temor que había que hacer desaparecer---, dis-puso que no fuese cuidado exclusivo del reyesa tarea, para evitarle los inconvenientes quetendría con los nobles si favorecía al pueblo ylos que tendría con el pueblo si favorecía a losnobles. Creó entonces un tercer poder que, sinresponsabilidades para el rey, castigase a losnobles y beneficiase al pueblo. No podía tomar-se medida mejor ni más juiciosa, ni que tantoproveyese a la seguridad del rey y del reino. Dedonde puede extraerse esta consecuencia dignade mención: que los príncipes deben encomen-dar a los demás las tareas gravosas y reservarselas agradables. Y vuelvo a repetir que un prín-cipe debe estimar a los nobles, pero sin hacerseodiar por el pueblo.

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Acaso podrá parecer a muchos que el ejem-plo de la vida y muerte de ciertos emperadoresromanos contradice mis opiniones, porquehubo quienes, a pesar de haberse conducidosiempre virtuosamente y de poseer grandescualidades, perdieron el imperio o, peor aún,fueron asesinados por sus mismos súbditos,conjurados en su contra. Para contestar a estasobjeciones examinaré el comportamiento dealgunos emperadores y demostraré que lascausas de su ruina no difieren de las que heexpuesto, y mientras tanto, recordaré loshechos más salientes de la Historia de aquellostiempos. Me limitaré a tomar a los emperadoresque se sucedieron desde Marco el Filósofo hastaMaximino: Marco, su hijo Cómodo, Pertinax,Juliano, Severo, su hijo Antonio Caracalla, Ma-crino, Heliogábalo, Alejandro y Maximino. Pe-ro antes conviene hacr notar que, mientras lospríncipes de hoy sólo tienen que luchar contrala ambición de los nobles y la violencia de lospueblos, los emperadores romanos tenían que

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hacer frente a una tercera dificultad: la codiciay la crueldad de sus soldados, motivo de laruina de muchos. Porque era dificil dejar a lavez satisfechos a los soldados y al pueblo, puesen tanto que el pueblo amaba la paz y a losprincipes sosegados, las tropas preferían a lospríncipes belicosos, violentos, crueles y rapaces,y mucho más si lo eran contra el pueblo, ya queasí duplicaban la ganancia y tenían ocasión dedeshogar su codicia y su perversidad. Esto ex-plica por qué los emperadores que carecían deautoridad suficiente para contener a unos y alos otros siempre fracasaban; y explica tambiénpor qué la mayoría, y sobre todo los que subíanal trono por herencia, una vez conocida la im-posibilidad de dejar satisfechas a ambas partes,se decidían por los soldados, sin importarlespisotear al pueblo. Era el partido lógico: cuandocl príncipe no puede evitar ser odiado por unade las dos partes, debe inclinarse hacia el grupomás numeroso, y cuando esto no es posible,inclinarse hacia el más fuerte. De ahí que los

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emperadores -que al serlo por razones ajenas alderecho tenían necesidad de apoyos extraordi-narios- buscasen contentar a los soldados antesque al pueblo; lo cual, sin embargo, podía re-sultarles ventajoso o no según que supiesen ono ganarse y conserver su respeto. Por talesmotivos, Marco, Pertinax y Alejandro, a pesarde su vida moderada, a pesar de ser amantes dela justicia, enemigos de, la crueldad, humanita-rios y benévolos, tuvieron todos, salvo Marco,triste fin. Y Marco vivió y murió amado graciasa que llegó al trono por derecho de herencia,sin debérselo al pueblo ni a los soldados., y aque, como estaba adornado de muchas virtudesque lo hacían venerable, tuvo siempre, mientrasvivió, sometidos a unos y a otros a su voluntad,y nunca fue odiado ni despreciado. Pero Perti-nax fue hecho emperador contra el parecer delos soldados, que, acostumbrados a vivir en lamayor licencia bajo Cómodo, no podian tolerarla vida virtuosa que aquél pretendia imponer-les; y por esto fue odiado. Y como al odio se

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agregó al desprecio que inspiraba su vejez, pe-reció en los comienzos mismos de su reinado.

Y aqui se debe señalar que el odio se ganatanto con las buenas acciones como con las per-versas, por cuyo motivo, como dije antes, unprincipe que quiere conserver el poder es amenudo forzado a no ser bueno, porque cuan-do aquel grupo, ya sea pueblo, soldados o no-bles, del que tú juzgas tener necesidad paramantenerte, está corrompido, te conviene se-guir su caprichopara satisfacerlo, pues entonceslas buenas acciones serían tus enemigas.

Detengámonos ahora en Alejandro, hombrede tanta bondad que, entre los elogios que se letributaron, figura el de que en catorce años quereinó no hizo matar a nadie sin juicio previo;pero su fama de persona débil y que se dejabagobernar por su madre le acarreó el despreciode los soldados, que se sublevaron y lo mata-ron.

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Por el contrario, Cómodo, Severo, AntonioCaracalla y Maximino fueron ejemplos decrueldad y despotisino llevados al extremo.Para congraciarse con los soldados, no ahorra-ron ultrajes al pueblo. Y todos, a excepción deSevero, acabaron mal. Severo, aunque oprimióal pueblo, pudo reinar felizmente en mérito alapoyo de los soldados y a sus grandes cualida-des, que lo hacían tan admirable a los ojos delpueblo y del ejército que éste quedaba reveren-te y satisfecho, y aquél, atemorizado y estupe-facto. Y como sus acciones fueron notables paraun príncipe nuevo, quiero explicar brevementelo bien que supo proceder como zorro y comoleón, cuyas cualidades, como ya he dicho, de-ben ser imitadas por todos los príncipes.

Enterado de que el emperador Juliano eraun cobarde, Severo convencía al ejército queestaba bajo su mando en Esclavonia de que eranecesario ir a Roma para vengar la muerte dePertinax, a quien los pretorianos habían asesi-nado. Y con este pretexto, sin dar a conocer sus

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aspiraciones al imperio, condujo al ejército co-ntra Roma y estuvo en Italia antes que sehubiese tenido noticia de su partida. Una vezen Roma, dío muerte a Juliano; y el Senado,lleno de espanto, lo eligió emperador. Pero pa-ra adueñarse del Estado quedaban aún a Severodos dificultades. la primera en Oriente, dondeNíger, jefe de los ejércitos asiáticos, se hablahecho proclamar emperador; la segunda enOccidente, donde se hallaba Albino, quientambién tenía pretensiones al imperio. Y comojuzgaba peligroso declararse a la vez enemigode los dos, resolvió atacar a Níger y engañar aAlbino, para lo cual escribió a éste que, elegidoemperador por el Senado, quería compartir eltrono con él; le mandó el título de césar y, poracuerdo del Senado, lo convirtió en su colega,distinción que Albino aceptó sin vacilar. Perouna vez que hubo vencido y muerto a Níger, ypacificadas las cosas en Oriente, volvió a Romay se quejó al Senado de que Albino, olvidándo-se de los beneficios que le debía, había tratado

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vilmente de matarlo, por lo cual era preciso quecastigara su ingratitud. Fue entonces a buscarloa las Galias y le quitó la vida y el Estado.

Quien examine, pues, detenidamente lasacciones de Severo, verá que fue un feroz león yun zorro muy astuto, y advertirá que todos letemieron y respetaron y que el ejército no loodió; y no se asombrará de que él, príncipenuevo, haya podido ser amo de un imperio tanvasto, porque su ilimitada autoridad lo prote-gió siempre del odio que sus depredacionespodían haber hecho nacer en el pueblo.

Pero Antonino, su hijo, también fue hom-bre, de cualidades que lo hacían admirable enel concepto del pueblo y grato en el de los soi-dados. Varón de genio guerrero, durísimo a lafatiga, enemigo de la molicie y de los placeresde la mesa, no podía menos de ser querido portodos los soldados. Sin embargo, su ferocidadera tan grande e inaudita que, después de in-numerables asesinatos aislados, exterminó a

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gran parte del pueblo de Roma y a todo el deAlejandría. Por este motivo se hizo odioso atodo el mundo, empezó a ser temido por losmismos que lo rodeaban y a la postre fue muer-to por un centurión en presencia de todo elejército. Conviene notar al respecto no está enmanos de ningún príncipe evitar esta clase deatentados, producto de la firme decisión de unhombre de carácter, porque al que no le impor-ta morir no le asusta quitar la vida a otro., perono los tema el príncipe, pues son rarísimos, ypreocúpese, en cambio, por no inferir ofensasgraves a nadie que esté junto a él para el servi-cio del Estado. Es lo que no hizo Antonino, yaque, a pesar de haber asesinado en forma ig-nominiosa a un hermano del centurión, y deamenazar a éste diariamente con lo mismo, loconservaba en su guardia particular: tranquili-dad temeraria que tenía que traerle la muerte, yse la trajo.

Pasemos a Cómodo, a quien, por ser hijo deMarco y haber recibido el imperio en herencia,

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fácil le hubiera sido conservarlo, dado que consólo seguir las huellas de su padre hubiese te-nido satisfecho a puebto y ejército. Pero fue unhombre cruel y brutal que, para desahogar suansia de rapiña contra el pueblo, trató de cap-tarse la benevolencia de las tropas permitiéndo-les toda clase de licencias; por otra parte, olvi-dado de la dignidad que investía, bajo muchasveces a la arena para combatir con los gladia-dores y cometió vilezas incompatibles con lamajestad imperial, con lo cual se acarreó eldesprecio de los soldados. De modo que, odia-do por un grupo y aborrecido por el otro, fueasesinado a consecuencia de una conspiración.

Nos quedan por examinar las cualidades deMaximino. Fastidiadas las tropas por la inacti-vidad de Alejandro, de quien ya he hablado,elevaron al imperio, una vez muerto éste, aMaximano, hombre de espiritu extraordinaria-mente belicoso, que no se conservó en el podermucho tiempo porque hubo dos cosas que lohicieron odioso y despreciable: la primera, su

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baja condición, pues nadie ignoraba que habíasido pastor en Tracia, y esto producía universaldisgusto; la otra, su fama de sanguinario; habíadiferido su marcha a Roma para tomar pose-sión del mando, y en el intervalo, había come-tido, en Roma y en todas partes del imperio,por intermedio de sus prefectos, un sinfin dedepredaciones. Menospreciado por la bajeza desu origen y odiado por el temor a su ferocidad,era natural que todo el mundo se sintiese in-quieto y, en consecuencia, que el Africa se rebe-lase y que el Senado y luego el pueblo de Romay toda Italia conspirasen contra él. Su propioejército, mientras sitiaba a Aquilea sin podertomarla, cansado de sus crueldades y temién-dolo menos al verlo rodeado de tantos enemi-gos, se plegó al mo- vimiento y lo mató.

No quiero referirme a Heliogábalo, Macrinoy Juliano. que, por ser harto despreciables, tu-vieron pronto fin, y atenderé a las conclusionesde este discurso. Los príncipes actuales no seeneuentran ante la dificultad de tener que satis-

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facer en forma desmedida a los soldados; puesaunque haya que tratarlos con consideración, elcaso es menos grave dado que estos príncipesno tienen ejércitos propios, vinculados estre-chamente con los gobiernos y las administra-ciones provinciales, como estaban los ejércitosdel Imperio Romano. Y si entonces había queinclinarse a satisfacer a los soldados antes queal pueblo, se explica, porque los soldados eranmás poderosos que el pueblo; mientras queahora todos los príncipes, salvo el Turco y elSultán. tienen que satisfacer antes al pueblo quea los soldados, porque aquél puede más queéstos. Excepto al Turco, que, por estar siemprerodeado por doce mil infantes y quince miljinetes, de los cuales dependen la seguridad yla fuerza del reino, necesita posponer toda otrapreocupación a la de conserver la amistad delas tropas. Del mismo modo, conviene que elSultán, cuyo reino está por completo en manosdel ejército, conserve las simpatías de éste sintener consideraciones para con el pueblo. Y

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adviértase que este Estado del Sultán es muydistinto de todos los principados y sólo pareci-do al pontificado cristiano, al que no puedellamársele principado hereditario ni principadonuevo, porque no son los hijos del príncipeviejo los herederos y futuros príncipes, sino elelegido para ese puesto por los que tienen auto-ridad.. Y como se trata de una institución anti-gua, no le corresponde el nombre de principa-do nuevo, aparte de que no se encuentran en éllos obstáculos que existen en los nuevos, puessi bien el principe es nuevo, la constitución delEstado es antigua y el gobernante recibido co-mo quien lo es por derecho hereditario.

Pero volvamos a nuestro asunto. Cualquie-ra que meditase este discurso hallaría que lacausa de la ruina de los emperadores citados hasido el odio o el desprecio, y descubriría a quése debe que, mientras parte de ellos procedie-ron de un modo y parte de otro, en ambos mo-dos hubo dichosos y desgraciados. Pertinax yAlejandro fracasaron.porque, siendo príncipes

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nuevos, quisieron imitar a Marco, que habíallegado al imperio por derecho de sucesión; y lomisnno le sucedió a Caracalla, Cómodo yMaximino al intentar seguir ]as huellas de Se-vero cuando carecían de sus cualidades. Seconcluye de esto que un príncipe nuevo en unprincipado nueyo no puede imitar la conductade Marco ni tampoco seguir los pasos de Seve-ro, sino quc debe tomar de éste las cualidadesnecesarias para fundar un Estado, y, una vezestablecido y firrne, las cualidades de aquél quemejor tiendan a conservarlo.

Capitulo XXSI LAS FORTALEZAS, Y MUCHAS

OTRAS COSAS QUE LOS PRINCIPESHACEN CON FRECUENCIA SON UTI-LES O NO

Hubo príncipes que, para conservar sin in-quietudes el Estado, desarmaron a sus súbdi-tos; príncipes que dividieron los territories

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conquistados; príncipes que favorecieron a susmismos enemigos; príncipes que se esforzaronpor atraerse a aquellos que les inspiraban rece-los al comienzo de su gobierno; príncipes, enfin, que construyeron fortalezas, y principesque las arrasaron. Y aunque sobre todas estascosas no se pueda dictar sentencia sin conocerlas caracteristicas del Estado donde habría detomarse semejante resolución, hablaré, sin em-bargo, del modo más amplio que la materiapermita.

Nunca sucedió que un príncipe nuevo des-armase a sus súbditos; por el contrario, los ar-mó cada vez que los encontró desarmados. Deeste modo, las armas del pueblo se convirtieronen las del príncipe, los que recelaban se hicie-ron fieles, los fieles continuaron siéndolo y lossúbditos se hicieron partidarios. Pero como noes posible armar a todos los súbditos, resultanfavorecidos aquellos a quienes el principe ar-ma, y se puede vivir más tranquilo con respectoa los demás; por esta distinción, de que se reco-

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nocen deudores al principe, los primeros seconsideran más obligados a él, y los otros lodisculpan comprendiendo que es preciso quegocen de más beneficios los que tienen másdeberes y se exponen a más peligros. Perocuando se los desarma, se empieza por ofender-los, puesto que se les demuestra que, por co-bardía o desconfianza, se tiene poca fe en sulealtad; y cualquiera de estas dos opinionesengendra odio contra el príncipe. Y como elpríncipe no puede quedar desarmado, es forzo-so que recurra a las milicias mercenarias, decuyos defectos ya he hablado; pero aun cuandosólo tuviesen virtudes, no pueden ser tantascomo para defenderlo de los enemigos podero-sos y de los súbditos descontentos. Por eso,como he dicho, un príncipe nuevo en un prin-cipado nuevo no ha dejado nunca de organizersu ejército según lo prueban los ejemplos deque está llena la Historia. Ahora bien: cuandoun príncipe adquiera un Estado nuevo queañade al que ya poseía, entonces sí que convie-

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ne que desarme a sus nuevos súbditos, excep-ción hecha de aquellos que se declararon parti-darios suyos durante la conquista; y aun a és-tos, con el transcurso del tiempo y aprovechan-do las ocasiones que se le brinden, es precisodebilitarlos y reducirlos a la inactividad y arre-glarse de mode que el ejército del Estado secomponga de los soidados que rodeaban alpríncipe en el Estado antiguo.

Nuestros antepasados, y particularmentelos que tenían fama de sabios, solian decir quepara conservar a Pistoya bastaban las disensio-nes, y para conserver a Pisa, las fortalezas; portal motivo, y para gobernarlas más fácilmente,fomentaban la discordia en las tierras sorneti-das, medida muy lógica en una época en quelas fuerzas de Italia estaban equilibradas., perono me parece que pueda darse hoy por precep-to, porque no creo que las divisiones traiganbeneficio alguno; al contrario, juzgo inevitableque las ciudades enemigas se pierdan en cuan-to el enemigo se aproxime, pues siempre el par-

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tido más débil se unirá a las fuerzas externas, yel otro no podrá resistir.

Movidos per estas razones, según creo, leavenecianes fomentaban en las ciudades con-quistadas la creación de guelfos y gibelinos., yaunque no los dejaban llegar al derramamientode sangre, alimentaban, sin embargo, estas dis-cordias entre ellos, a fin de que, ocupados ensus diferencias, no se uniesen contra el enemigocomún. Pero, como hemos visto, este procederse volvió en su contra. pues, derrotados en Vai-lá, uno de los partidos cobró valor y les arreba-tó todo el Estado. Semejantes recursos inducena sospechar la existencia de alguna debilidaden el principe, porque un príncipe fuerte jamástolerará tales divisiones, que podrán serle útilesen tiempos de paz, cuando, gracias a ellas, ma-nejará más fácilmente a sus súbditos, pero quemostrarán su ineficacia en cuando sobrevengata guerra.

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Indudablemente, los príncipes son grandescuando superan las dificultades y la oposiciónque se les hace. Por esta razón, y sobre todocuando quiere hacer grande a un príncipe nue-vo, a quien le es más necesario adquirir famaque a uno hereditario, la fortuna le suscitaenemigos y guerras en su contra para darleoportunidad de que las supere y pueda, sir-viéndose de la escala que los enemigos le hantraído, elevarse a mayor altura. Y hasta hayquienes afirman que un príncipe hábil debefomentar con astucia ciertas resistencia paraque, al aplastarlas, se acreciente su gloria.

Los príncipes, sobre todo los nuevos, hanhallado más consecuencia y más utilidad enaquellos que al principio de su gobierno leseran sospechosos que en aquellos en quienesconfiaban. Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena,gobernaba su Estado más con los que le habíansido sospechosos que con los otros. Pero de estepunto no se pueden extraer conclusiones gene-rales porque varían según el caso. Sólo diré

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esto: que los hombres que al principio de unreinado han sido enemigos, si su carácter es talque para continuar la lucha necesitan apoyoajeno, el príncipe podrá siempre y muy fácil-mente conquistarlos a su causa; y lo serviráncon tanta más fidelidad cuanto que saben queles es preciso borrar con buenas obras la malaopinión en que se los tenía; y así el príncipesaca de ellos más provecho que de los que, porscrle demasiado fieles, descuidan sus obliga-ciones.

Y puesto que el tema lo exige, no dejaré derecordar al príncipe que adquiera un Estadonuevo mediante la ayuda de los ciudadanosque examine bien el motivo que impulsó a éstosa favorecerlo, porque si no so trata de afectonatural, sino de descontento con la situaciónanterior del Estado, dificil y fatigosamente po-drá conservar su amistad, pues tampoco él po-drá contentarlos. Con los ejemplos que loshechos antiguos y modernos proporcionan,medítese serenamente en la razón de todo esto,

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y se verá que es más fácil conquistar la amistadde los enemigos, que lo son porque estabansatisfechos con el gobierno anterior, que 1a delos que, por estar descontentos, se hicieronamigos del nuevo príncipe y lo ayudaron aconquistar el Estado.

Los príncipes, para conservarse más segu-ramente en el poder, acostumbraron construirfortalezas que fuesen rienda y freno para quie-nes se atreviesen a obrar en su contra, y refugioseguro para ellos en caso de un ataque impre-visto. Alabo esta costumbre de los antiguos.Pero repárese en que en estos tiempos se havisto a Nicolás Vitelli arrasar dos fortalezas onCittá di Castello para conserver la plaza. GuidoUbaldo, duque de Urbino, al volver a sus Esta-dos de donde lo arrojó César Borgia, destruyóhasta los cimientos todas las fortalezas de aque-lia provincia, convencido de que sin ellas seríamás dificil arrebatarle el Estado. Lo mismohicieron los Bentivoglio al volver a Bolonia. Porconsiguiente, las fortalezas pueden ser útiles o

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no según los casos, pues si en unas ocasionesfavorecen, en otras perjudican. Podría resolver-se la cuestión de esta manera: el príncipe queteme más at puebio que a los extranjeros debeconstruir fortalezas; pero el que teme más a losextranjeros que al pueblo debe pasarse sin ellas.El castillo levantado por Francisco Sforza enMilán ha traído y trerá más sinsabores a la casaSforza que todas las revueltas que se produz-can en el Estado. Pero, en definitiva, no haymejor fortaleza que el no ser odiado por el pue-blo, porque si el pueblo aborrece al príncipe, nolo salvarán todas las fortalezas que posea, puesnunca faltan al pueblo, una vez que ha empu-ñado las armas, extranjeros que lo socorran.

En nuestros tiempos no se ha visto quehayan favorecido a ningún príncipe, salvo a lacondesa de Forli, después de la muerte delconde Jerónimo, su marido; porque gracias aellas pudo escapar al furor popular, esperar elsocorro de Milán y recuperar el Estado. Peroentonces las circunstancias eran tales que los

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extranjeros no podían auxiliar al pueblo. Y des-pués su fortaleza de nada le sirvió, cuando Cé-sar Borgia la asaltó y el pueblo se plegó a él porodio a la condesa. Por lo tanto, mucho mis se-guro le hublera sido, entonces y siempre, no serodiada por cl pucblo.que tener fortalezas.

Consideradas, pues, estas cosas, elogiarétanto a quien construya fortalezas como a quienno las construya, pero censuraré a todo el que,confiando en las fortalezas, tenga en poco el serodiado por el pueblo.

Capitulo XXICOMO DEBE COMPORTARSE UN

PRINCIPE \PARA SER ESTIMADONada hace tan estimable a un príncipe co-

mo las grandes empresas y el ejemplo de rarasvirtudes. Prueba de ello es Fernando de Ara-gón, actual rey de España, a quien casi puedellamarse príncipe nuevo, pues de rey sin im-portancia se ha convertido en el primer monar-

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ca de la cristiandad. Sus obras, como puedecomprobarlo quien las examine, han sido todasgrandes, y algunas extraordinarias. En los co-mienzos de su reinado tomó por asalto a Gra-nada, punto de partida de sus conquistas. Hizola guerra cuando estaba en paz con los vecinos,y, sabiendo que nadie se opondría, distrajo conella la atención de los nobles de Castilla, que,pensando en esa guerra, no pensaban en cam-bios políticos, y por este medio adquirió auto-ridad y reputación sobre ellos y sin que ellos sediesen cuenta. Con dinero del pueblo y de laIglesia pudo mantener sus ejércitos, a los quetempló en aquella larga guerra y que tanto lohonraron después. Más tarde, para poderiniciar empresas de mayor envergadura, seentregó, sirviéndose siempre de la iglesia, a unapiadosa persecución y despojó y expulsó de sureino a los “marranos”. No puede haber ejem-plo más admirable y maravilloso. Con el mismopretexto invadió el Africa, llevó a cabo la cam-paña de Italia y últimamente atacó a Francia,

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porque siempre meditó y realizó hazañas ex-traordinarias que provocaron el constante estu-por de los súbditos y mantuvieron su pensa-miento ocupado por entero en el exito de susaventuras. Y estas acciones suyas nacieron detal modo una tras otra que no dio tiempo a loshombres para poder preparar con tranquilidadalgo en su perjuicio.

También concurre en beneficio del príncipeel hallar medidas sorprendentes en lo que serefiere a la administración, como se cuenta quelas hallaba Bernabó de Milán. Y cuando cual-quier súbdito hace algo notable, bueno o malo,en la vida civil, hay que descubrir un modo derecompensario o castigarlo que dé amplio temade conversación a la gente. Y, por encima detodo, el príncipe debe ingeniarse por parecergrande e ilustre en cada uno de sus actos.

Asimismo se estima al príncipe capaz de seramigo o enemigo franco, es decir, al que, sintemores de ninguna índole, sabe declararse

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abiertamente en favor de uno y en contra deotro. El abrazar un partido es siempre más con-veniente que el permanecer neutral. Porque sidos vecinos poderosos se declaran la guerra, elpríncipe puede encontrarse en uno de esos ca-sos: que, por ser adversarios fuertes, tenga quetemer a cualquier cosa de los dos que gane laguerra, o que no; en uno o en otro caso siemprele será más útil decidirse por una de las partesy hacer la guerra. Pues, en el primer caso, si nose define, será presa del vencedor, con placer ysatisfaccion del vencido; y no hallará compa-sión en aquél ni asilo en éste, porque el quevence no quire amigos sospechosos y que no leayuden en la adversidad, y el que pierde nopuede ofrecer ayuda a quien no quiso empuñarlas armas y arriesgarse en su favor.

Antíoco, llamado a Grecia por los etoilospara arrojar de allí a los romanos, mandó emba-jadores a los acayos, que eran amigos de losromanos, para convencerlos de que permane-ciesen neutrales. Los romanos por el contrario,

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les pedían que tomaran armas a su favor. Sedebatió el asunto en el consejo de los acayos, ycuando el enviado de Antíoco solicitó neutrali-dad, el representante romano replicó “Quodautem isti dicunt non interponendi vos bello, nihilmagis alienum rebus vestris est, sine gratia, sinedignitate, praemium victoris eritis”.

Y siempre verás que aquel que no es tuamigo te exigirá la neutralidad, y aquel que esamigo tuyo te exigirá que demuestres tus sen-timientos con las armas. Los príncipes irresolu-tos, para evitar los peligros presentes, siguen lamás de las veces el camino de la neutralidad, ylas más de las veces fracasan. Pero cuando elpríncipe se declara valientemente por una delas partes, si triunfa aquella a la que se une,aunque sea poderosa y él quede a su discre-ción, estarán unidos por un vinculo de recono-cimiento y de afecto; y los hombres nunca sontan malvados que dando prueba de tamañaingratitud, lo sojuzguen. Al margen de esto, lasvictorias nunca son tan decisivas como para

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que el vencedor no tenga que guardar algúnmiramiento, sobre todo con respecto a la justi-cia. Y si el aliado pierde, el príncipe sera ampa-rado, ayudado por él en ]a medida de lo posibley se hará compañero de una fortuna que puederesurgir. En el segundo caso, cuando los quecombaten entre sí no pueden inspirar ningúntemor, mayor es, la necesidad de definirse,pues no hacerlo significa la ruina de uno deellos, al que el príncipe, si fuese prudente, de-bería salvar, porque si vence queda a su discre-ción, y es imposible que con su ayuda no ven-za.

Conviene advertir que un príncipe nuncadebe aliarse con otro más poderoso para atacara terceros, sino, de acuerdo con lo dicho, cuan-do las circunstancias lo obligan, porque si ve-ciera queda en su poder, y los príncipes debenhacer lo possible por no quedar a disposiciónde otros. Los venecianos, que, pudiendo abste-nerse de intervenir, se aliaron con los francesescontra el duque de Milán, labraron su propia

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ruina. Pero cuando no se puede evitar, comosucedió a los florentinos en oportunidad delataque de los ejercitos del papa y de Españacontra la Lombardía, entonces, y por las mis-mas razones expuestas, el príncipe debe some-terse a los acontecimientos. Y que no se creaque los Estados pueden inclinarse siempre porpartidos seguros; por el contrario, piénsese quetodos son dudosos; porque acontece en el or-den de las cosas que, cuando se quiere evitarun inconveniente, se incurre en otro. Pero laprudencia estriba en saber conocer la naturale-za de los inconvenientes y aceptar el menosmalo por bueno.

El príncipe también se mostrará amante dela virtud y honrará a los que se distingan en lasartes. Asimismo, dará seguridades a los ciuda-danos para que puedan dedicarse tranquila-mente a sus profesiones, al comercio, a la agri-cultura y a cualquier otra actividad; y que unosno se abstengan de embellecer sus posesionespor temor a que se las quiten, y otros de abrir

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una tienda por miedo a los impuestos. Lejos deesto, instituirá premios para recompensar aquienes lo hagan y a quienes traten, por cual-quier medio, de engrandecer la ciudad o el Es-tado. Todas las ciudades están divididas engremios o corporaciones a las cuales convieneque el principe conceda su atención. Reúinasede vez en vez con ellos y dé pruebas de senci-llez y generosidad, sin olvidarse, no obstante,de la dignidad que inviste, que no debe faltarleen, ninguna ocasión.

Capitulo XXIIDE LOS SECRETARIOS DEL PRINCI-

PENo es punto carente de importancia la elec-

ción de los ministros, que será buena o malasegún la cordura del príncipe. La primera opi-nión que se tiene del juicio de un príncipe sefunda en los hombres que lo rodean: si son ca-paces y fieles, podrá reputárselo por sabio,

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pues supo hallarlos capaces y mantenerlos fie-les; pero cuando no lo son, no podrá conside-rarse prudente a un príncipe que el primererror que comete lo comete en esta elección.

No había nadie que, al saber que Antonio daVenafro era ministro de Pandolfo Petrucci,príncipe de Siena, no juzgase hombre muy inte-ligente a Pandolfo por tener por ministro aquien tenía. Pues hay tres clases de cerebros: elprimero discierne por sí; el segundo entiende loque los otros disciernen, y el terecro no discier-ne ni entiende lo que los otros disciernen. Elprimero es excelente, el segundo bueno y eltercero inútil. Era, pues, absolutamente indis-pensable que, si Pandolfo no se hallaba en elprimer caso, se hallase en el segundo. Porquecon tal que un príncipe tenga el suficiente dis-cernimiento para darse cuenta de lo bueno omalo que hace y dice, reconocerá, aunque depor sí no las descubra, cuáles son las obrasbuenas y cuáles las malas de un ministro, ypodrá corregir éstas y elogiar las otras; y el mi-

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nistro, que no podrá confiar en engañarlo, seconservará honesto y fiel.

Para conocer a un ministro hay un modoque no falla nunca. Cuando se ve que un minis-tro piensa más en él que en uno y que en todono busca sino su provecho, estamos en presen-cia de un ministro que nunca será bueno y enquien el príncipe nunca podrá confiar. Porqueel que tiene en sus manos el Estado de otro ja-más debe pensar en sí mismo, sino en el prínci-pe, y no recordarle sino las cosas que pertene-zean a él. Por su parte, el príncipe, para mante-nerlo constante en su fidelidad, debe pensar enel ministro. Debe honrarlo, enriquecerlo y col-marlo de cargos, de manera que comprendaque no puede estar sin él, y que los muchoshonores no le hagan desear más honores, lasmuchas riquezas no le hagan ansiar más rique-zas y los muchos cargos le hagan temer loscambios politicos. Cuando los ministros, y lospríncipes con respecto a los ministros, procedenasí, pueden confiar unos en otros; pero cuando

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proceden de otro modo, las consecuencias sonperjudiciales tanto para unos como para otros.

Capitulo XXIIICOMO HUIR DE LOS ADULADORESNo quiero pasar por alto un asunto impor-

tante, y es la falta en que con facilidad caen lospríncipes si no son muy prudentes o no sabenelegir bien. Me refiero a los aduladores, queabundan en todas las cortes. Porque los hom-bres se complacen tanto en sus propias obras,de tal modo se engañan, que no atinan a defen-derse de aquella calamidad; y cuando quierendefenderse, se exponen al peligro de hacersedespreciables. Pues no hay otra manera de evi-tar la adulación que el hacer comprender a loshombres que no ofenden al decir la verdad; yresulta que, cuando todos pueden decir la ver-dad, faltan al respeto. Por lo tanto, un príncipeprudente debe preferir un tercer modo: rodear-se de los hombres de buen juicio de su Estado,

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únicos a los que dará libertad para decirle laverdad, aunque en las cosas sobre las cualesscan interrogados y sólo en ellas. Pero debeinterrogarlos sobre todos los tópicos, escucharsus opiniones con paciencia y después resolverpor si y a su albedrío. Y con estos consejeroscomportarse de tal manera que nadie ignoreque será tanto más estimado cuanto más libre-mente hable. Fuera de ellos, no escuchar a nin-gún otro, poner en seguida en práctica lo re-suelto y ser obstinado en su cumplimiento.Quien no pro- cede así se pierde por culpa delos aduladores o, si cambia a menudo de pare-cer, es tenido en menos.

Quiero a este propósito citar un ejemplomoderno, Fray Lucas [Rinaldi], embajador anteel actual emperador Maximiliano, decía,hablando de Su Majestad, que no pedía conse-jos a nadie y que, sin embargo, nunca hacía loque quería. Y esto precisamente por procederen forma contraria a la aconsejada. Porque clemperador es un hombre reservado que no

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comunica a nadie sus pensamientos ni pidepareceres; pero como, al querer ponerlos enpráctica, empiezan a conocerse y descubrise, ylos que los rodean opinan en contra, ficilmentedesiste de ellos. De donde resulta que lo quehace hoy lo deshace mañana, que no se entien-de nunca lo que desea o intenta hacer y que nose puede confiar en sus determinaciones.

Por este motivo, un príncipe debe pedirconsejo siempre, pero cuando él lo considereconveniente y no cuando lo consideren conve-nience los demás, por lo cual debe evitar quenadie emita pareceres mientras no sea interro-gado. Debe preguntar a menudo, escuchar conpaciencia la verdad acerca de las cosas sobre lascuales ha interrogado y ofenderse cuando ente-ra de que alguien no se la ha dicho por temor.Se engañan los que creen que un príncipe esjuzgado sensato gracias a los buenos consejerosque tiene en derredor y no gracias a sus propiascualidades. Porque ésta es una regla generalque no falla nunca un príncipe que no es sabio

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no puede ser bien aconsejado y, por ende, nopuede gobernar, a menos que se ponga bajo latutela de un hombre muy prudente que lo guíeen todo. Y aun en este caso, duraría poco en elpoder, pues cl ministro no tardaría en despojar-lo del Estado. Y si pide consejo a más de uno,los consejos serán siempre distintos, y un prín-cipe que no sea sabio no podrá conciliarlos.Cada uno de los conse- jeros pensará en lo su-yo, y él no podrá saberlo ni corregirlo. Y es im-possible hallar otra clase de consejeros, porquelos hombres se comportarán siempre mal mien-tras la necesidad no los obligue a lo contrario.De esto se concluye que es conveniente que losbuenos consejos, vengan de quien vinieren,nazcan de la prudencia del príncipe y no laprudencia del principe de los buenos consejos.

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Capitulo XXIVPOR QUE LOS PRINCIPES DE ITA-

LIA PERDIERON SUS ESTADOS Las reglas que acabo de exponer, llevadas a

la práctica con prudencia, hacen parecer anti-guo a un príncipe nuevo y lo consolidan yafianzan en seguida en el Estado como si fueseun príncipe hereditario. Por la razón de que seobserva mucho más celosamente la conductade un principe nuevo que la de uno hereditario,si los hombres la encuentran virtuosa, se sien-ten más agradecidos y se apegan mis a é1 que auno de linaje antiguo. Porque los hombres seganan mucho mejor con las cosas presentes quecon las pasadas, y cuando en las presenteshallan provecho, las gozan sin inquirir nada; ymientras cl príncipe no se desmerezca en lasotras cosas, estarán siempre dispuestos a de-fenderlo. Asi, el príncipe tendrá la doble gloriade haber creado un principado nuevo y dehaberlo mejorado y fortificado con buenas le-yes, buenas armas, buenos amigos y buenos

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ejemplos. Del mismo modo que será doble ladeshonra del que, habiendo nacido príncipe,pierde cl trono por su falta de prudencia.

Si se examina el comportamiente de lospríncipes de Italia que en nuestros tiemposperdieron sus Estados, como cl rey de Nápoles,el duque de Milán y algunos otros, se advertirá,en primer lugar, en lo que se refiere a las armas,una falta común a todos: la de haberse apartadode las reglas antes expuestas. Después se veráque unos tuvieron al pueblo por enemigo, yque el que lo tuvo por amigo no supo asegurar-se de los nobles. Porque sin estas faltas no sepierden los Estados que tienen recursos sufi-cientes para permitir levantar un ejército decampaña.

Filipo de Macedonia, no el padre de Ale-jandro, sino cl que fue vencido por Tito Quin-cio, disponía de un ejército reducido en compa-ración con el de los griegos y los romanos, quelo atacaron juntos; sin embargo, como era gue-

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rrero y habia sabido congraciarse con cl puebloy contener a los nobles, pudo resistir una luchade muchos años; y si al fin perdió algunas ciu-dades, conservó, en cambio el reino.

Por consiguiente, estos príncipes nuestrosque ocupaban el poder desde hacía muchosaños no acusen a la fortuna por haberlo perdi-do, sino a su ineptitud. Como en épocas de paznunca pensaron que podrían cambiar las cosas(es defecto común de los hombres no preocu-parse por la tempestad durante la bonanza),cuando se presentaron tlempos adversos, atina-ron a huir y no a defenderse, y esperaron que clpueblo, cansado de los ultrajes de los vencedo-res, volviese a llamarlos. Partido que es buenocuando no hay otros; pero está muy mal dejarlos otros por ése, pues no debernos dejarnoscaer por el simple hecho de creer que habráalguien que nos recoja. Porque no lo hay; y si lohay y acude, no es para salvación nuestra, dadoque la defensa ha sido indigna y no ha depen-dido de nosotros. Y las únicas defensas buenas,

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seguras y durables son las que de- penden deuno mismo y de sus virtudes.

Capitulo XXVDEL PODER DE LA FORTUNA DE

LAS COSAS HUMANAS Y DE LOS ME-DIOS PARA OPONERSELE

No ignoro que muchos creen y han creídoque las cosas del mundo están regidas por lafortuna y por Dios, de tal modo que los hom-bres más prudentes no pueden modificar- las;y, más aún, que no tienen remedio alguno co-ntra ellas. De lo cual podrían deducir que novale la pena fatigarse mucho en las cosas, y quees mejor dejarse gobernar por la suerte. Estaopini6n ha gozado de mayor crédito en nues-tros tiempos por los cambios extraordinarios,fuera de toda conjetura humana, que se hanvisto y se ven todos los días.

Y yo, pensando alguna vez en ello, me hesentido algo inclinado a compartir l mismo pa-

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recer. Sin embargo, y a fin de que no se desva-nezca nuestro libre albedrío, acepto por ciertoque la fortuna sea juez de la mitad de nuestrasacciones, pero que nos deja gobernar la otramitad, o poco menos. Y la comparo con uno deesos rios antiguos que cuando se embravecen,inundan las llanuras, derriban los árboles y lascasas y arrastran la tierra de un sitio para lle-varla a otro; todo cl mundo huye delante deellos, todo el mundo cede a su furor. Y aunqueesto sea inevitable, no obsta para que los hom-bres, en las épocas en que no hay nada que te-mer, tomen sus precauciones con diques y re-paros, de rnancra que si río crece otra vez, otenga que deslizarse por un canal o su fuerzano sea tan desenfrenada ni tan perjudicial. Asisucede con la fortuna, que se manifiesta contodo su poder allí donde no hay virtud prepa-rada para resistirle y dirige sus ímpetus allídonde sabe que no se han hecho diques ni re-paros para contenerla. Y si ahora contempla-mos a Italia, teatro de estos cambios y punto

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que los ha engendrado, veremos que es unallanura sin diques ni reparos de ninguna clase;y que si bubiese estado defendida por la virtudnecesaria, como lo están Alemania, España yFrancia, o esta inundación no habria provocado]as grandes transformaciones que ha provoca-do, o no se habría producido. Y que lo dichosea suficiente sobre la necesidad general deoponerse a la fortuna.

Pero ciñendome más a los detalles me pre-gunto por qué un príncipe que hoy vive en laprosperidad, mañana se encuentra en la des-gracia, sin que se haya operado ningún cambioen su carácter ni en su conducta. A mi juicio,esto se debe, en primer lugar, a las razones queexpuse con detenimiento en otra parte, es decir,a que el príncipe que confía ciegamente en lafortuna perece en cuanto en cuanto ella cambia.Creo también que es feliz el que concilia sumanera de obrar con la índole de las circuns-tancias, y que del mismo modo es desdichadoel que no logra armonizar una cosa con la otra.

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Pues se ve que los hombres, para llegar al finque se proponen, esto es, a la gloria y las rique-zas, proceden en forma distinta: uno con caute-la, el otro con impetu; uno por la violencia, elotro por ]a astucia; uno con paciencia, el otrocon su contrario; y todos pueden triunfar pormedios tan dispares. Se observa también que,de dos hombres cautos, el uno consigue supropósito y el otro no, y que tienen igual fortu-na dos que han seguido caminos encontrados,procediendo el uno con cautela y el otro conímpetu: lo cual no se debe sino a la índole delas circunstancias, que concilia o no con la for-ma de cornportarse. De aquí resulta lo que hedicho: que dos que actúan de distinta maneraobtienen el mismo resultado; y que de dos queactúan de igual manera, uno alcanza su objetoy cl otro no. De esto depende asimismo el éxito,pues si las circunstancias y los acontecimientosse presentan de tal modo que el príncipe que escauto y paciente se ve favorecido, su gobiernoserá bueno y él será feliz; mas si cambian, está

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perdido, porque no cambia al mismo tiempo suproceder. Pero no existe hombre lo suficiente-mente dúctil como para adaptarse a todas lascircunstancias, ya porque no puede desviarsede aquello a lo que la naturaleza lo inclina, yaporque no puede resignarse a abandonar uncamino que sieinpre le ha sido próspero. Elhombre cauto fracasa cada vez que es precisoser impetuoso. Que si cambiase de conductajunto con las circunstancias, no cambiaría sufortuna.

El papa Julio II se condujo impetuosamenteen todas sus acciones, y las circunstancias sepresentaron tan de acuerdo con su modo deobrar que siempre tuvo éxito. Considérese suprimera empresa contra Bolonia, cuando aunvivía Juan Bentivoglio. Los venecianos lo veiancon desagrado, y el rey de España deliberabacon el de Francia sabre las medidas por tomar;pero Julio II, llevado por su ardor y su ímpetu,inició la expedición ponióndose él mismo alfrente de las tropas. Semejante paso dejó sus-

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pensos a España y a los venecianos; y éstos pormie- do, y aquélla con la esperanza de recobrartodo el reino de Nápoles, no se movieron; porotra parte, el rey de Francia se puso de su lado,pues al ver que Julio II había iniciado la cam-pañia, y como quería ganarse su amistad parahumillar a los venecianos, juzgó no poder ne-garile sus tropas sin ofenderlo en forma mani-fiesta. Así, pues, Julio II, con su impetuoso ata-que, hizo lo que ningún pontífice hubiera lo-grado con toda la prudencia humana; porque siél hubiera esperado para partir de Roma a tenertodas las precauciones tomadas y ultimadostodos los detalles, como cualquier otro pontíficehubiese hecho, jamás habría triunfado, porquecl rey de Francia hubiera tenido mil pretextos ylos otros amenazado con mil represalias. Prefie-ro pasar por alto sus demás acciones, todasiguales a aquélla y todas premiadas por el éxi-to, pues la brevedad de su vida no le permitióconocer lo contrario. Que, a sobrevenir circuns-tancias en las que fuera preciso conducirse con

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prudencia, corriera a su ruina, pues nunca sehubiese apartado de aquel modo de obrar alcual lo inclinaba su naturaleza.

Se concluye entonces que, como la fortuna varía ylos hombres se obstinan en proceder de un mismomodo, serán felices mientras vayan de acuerdo con lasuerte e infelices cuando estén en desacuerdo conella. Sin embargo, considero que es preferible serimpetuoso y no cauto, porque la fortuna es mujer yse hace preciso, si se la quiere tener sumisa, golpear-la y zaherirla. Y se ve que se deja dominar por éstosantes que por los que actúan con tibieza. Y, comomujer, es amiga de los jóvenes, porque son menosprudentes y más fogosos y se imponen con más au-dacia.

Capitulo XXVIEXHORTACION A LIBERAR AITALIA DE LOS BARBAROS

Después de meditar en todo lo expuesto,me pre-guntaba si en Italia, en la actualidad, las circuns-tancias son propicias para que un nuevo principe

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pueda adquirir gloría, esto es necesario a un hmbreprudente y virtuoso para instaurar una nueva forr-na de gobierno, por la cual, honr honr honrándose así mismo, hiciera la felicidad de los italianos. Y nopuede menos que responderme que eran tantas lascircunstancias que concurrían en favor de un prín-cipe nuevo, que dificilmente podría hallarse momen-to más adecuado. Y si, como he dicho, fue precisopara que Moisés pusiera de manifiesto sus virtudesque el pueblo de Israel estuviese esclavizado en Egip-to, y para conocer la grandeza de Ciro que los persasfuesen oprimidos por los medas, y la excelencia deTeseo que los atenienses se dispersaran, del mismomodo, para conocer la virtud de un espíritu italiano,era necesario que Italia se viese llevada al extremo enque yace hoy, y que estuviese más esclavizada quelos hebreos, más oprimida que los persas y más des-organizada que los atenienses; que careciera de jefe yde leyes, que se viera castigada, despojada, escarne-cida e invadida, y que soportara toda clase de veja-ciones. Y aunque hasta ahora se haya notado en esteo en aquel hombre algún destello de genio como paracreer que había sido enviado por Dios para remidir

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estas tierras, no tardó en advertirse que la fortuna loabandonaba en lo más alto de su carrera. De modoque, casi sin un soplo de vida, espera Italia al quedebe urarla de sus heridas, poner fin a los saqueos deLombardia y a las contribuciones del Reame y deToscana y cauterizar sus llagas desde tanto tiempogangrenadas.

Vedla cómo ruega a Dios que le envíe a al-guien que la redima de esa crueldad e insolen-cia de los bárbaros. Vedla pronta y dispuesta aseguir una bandera mientras haya quienla empuña. Y no se ve en la actualidad enquien uno pueda confiar más que en vuestrailustre casa, para que con su fortuna y virtud,preferida de Dios y de la Iglesia, de la cual esahora príncipe, pueda bacerse jefe de esta re-dención. Y esto no os parecerá difícil si tenéispresentes la vida y acciones de los príncipesmencionados. Y aunque aquéllos fueron hom-bres raros y maravillosos, no dejaron de serhormbres; y no tuvo ninguno ocasión tan favo-rable como la presente; porque sus empresas

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no fueron más justas ni más fáciles que ésta, niDios les fue más benigno de lo que lo es convos. Que es justicia grande: iustum enim estbellum quibus necessarium, et pia arma ubi nullanisi in armis spes est. Aqui hay disposición fa-vorable; y donde hay disposición favorable nopuede haber grandes dificultades, y sólo faltaque vuestra casa se inspire en los ejemplos delos hombres que he propuesto por modelos.Además, se ven aquí acontecimientos extraor-dinarios, sin precedentes, ejecutados por vo-luntad divina: las aguas del mar se han sepa-rado, una nube os ha mostrado el camino, habrotado agua de la piedra y ha llovido maná;todo concurre a vuestro engrandecimiento. Avos os toca lo demás. Dios no quiere hacerlotodo para no quitarnos cl libre albedrío ni laparte de gloria que nos corresponde.

No es asombroso que ninguno de los italia-nos a quien he citado haya podido hacer lo quees de esperar que haga vuestra ilustre casa, nies extraño que después de tantas re- voluciones

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y revueltas guerreras parezca extinguido elvalor militar de nuestros compatriotas. Pero sedebe a que la antigua organización militar noera buena y a que nadie ha sabido modificarla.Nada honra tanto a un hombre que se acaba deelevar al poder como las nuevas leyes y ]asnuevas instituciones ideadas por é1, que si es-tán bien cimentadas y llevan algo grande en símismas,, lo hacen digno de respeto y admira-ción. E italia no carece de arcilla modelable.Que si falta valor en los jefes, sóbrales a los sol-dados. Fijaos en los duelos y en las riñas, y ad-vertid cuán superiores son los italianos en fuer-za, destreza y astucia. Pero en las batallas, y porculpa exclusive de la debilidad de los jefes, supapel no es nada brillante; porque los capacesno son obedecidos; y todos se creen capaces,pero hasta ahora no hubo nadie que supieseimponerse por su valor y su fortuna, y quehiciese ceder a les demás. A esto hay que atri-buir el que, en tantas guerras habidas durantelos últimos veinte años, los ejércitos italianos

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siempre hayan fracasado, como lo demuestranTaro, Alejandria, Capua, Génova, Vailá, Bolo-nia y Mes- tri.

Si vuestra ilustre casa quiere emular a aquelloseminentes.varones que libertaron a sus países, espreciso, ante todo, y como preparativo indispensablea toda empresa, que se rodee de armas propias; por-que no puede haber soldados más fieles, sinceros ymejores que los de uno. Y si cada uno de ellos esbueno, todos juntos, cuando vean que quien los diri-ge, los honra y los trata paternalmente es un prínci-pe en persona, serán mejores. Es, pues, necesarioorganizar estas tropas para defenderse, con el valoritaliano, de los extranjeros. Y aunque las infanteríassuiza y española tienen fama de temibles, ambasadolecen de defectos, de manera que un tercer ordenpodría no sólo contenerlas, sino vencerlas. Porquelos españoles no resisten a la caballería, y los suizostienen miedo de la infantería rue se muestra tanporfiada como ellos en la batalla. De aquí que sehaya visto y volverá a verse que los españoles nopueden hacer frente a la caballería francesa, y que los

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suizos se desmoronan ante la infantería española. Ypor más que de esto último no tengamos una pruebadefinitiva, podemos darnos una idea por lo sucedidoen la batalla de Ravena, donde la infantería españoladio la cara a los batallones alemanes, que siguen lamisma táctica que los suizos; pues los españoles,ágiles de cuerpo, con la ayuda de sus broqueles habí-an penetrado por entre las picas de los alemanes ylos acuchillaban sin riesgo y sin que éstos tuviesendefensa, y a no haber embestido la caballería, nohubiese quedado alerman con vida. Por lo tanto,conociendo los defectos de una y otra infanteria, esposible crear una tercera que resista a la caballería ya la que no asusten los soldados de a pie, lo cualpuede conseguirse con nuevas armas y nueva dispo-sici6n de los combatientes. Y no ha de olvidarse queson estas cosas las que dan autoridad y gloria a unprincipe nuevo.

No se debe, pues, dejar pasar esta ocasión para queItalia, despues de tanto tiempo, vea por fin a su re-dentor. No puedo expresar con cuánto amor, concuánta sed de venganza, con cuinta obstinada fe, concuinta ternura, con cuántas lágrimas, scría recibido

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en todas las provincias que han sufrido el aluvi6n delos extranjeros. ¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Quépueblos negaríanle obediencia? ¿Qué envidias se leopondrían? ¿Qué italiano le rehusaría su homenaje?A todos repugna esta dominación de los bárbaros.Abrace, pues, vuestra ilustre familia esta causa conel ardor y la esperanza con que se abrazan las causasjustas, a, fin de que bajo su enseña la patria se enno-blezca y bajo sus auspicios se realice la aspiracion dePetrarca:

Virtú contro a furorePrenderó 1'arme; e fia ‘l conbatter (corto,

CHÈ L’ANTICO VALORENegl’itailici cuor non è ancor morto.*

* La virtud tomará las armas contra el atro-pello; el combate sera breve, pues el antiguovalor en los corazones italianos aún no hamuerto.

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